Por Arnaldo Córdova
El juicio de amparo es una institución fundamental de nuestro ordenamiento jurídico y del orden político constitucional. Su función protectora no la iguala ningún otro tipo de juicios ni el derecho de cada quien es mejor servido. Es, ante todo, una institución política, pues deriva directamente del Pacto Fundamental, que es la Constitución Política de la República. Por supuesto que se trata de decir el derecho en su más alta cumbre de interpretación; pero es, en principio, un muro de contención en defensa del ciudadano y de la persona humana en contra de la arbitrariedad del poder político.
El proveimiento básico que va acompañando al juicio de amparo es la suspensión del acto que se reclama como violatorio de derechos e intereses legítimos (que, para el caso, son exactamente lo mismo). Ese acto puede ser una ley o cualquier decisión de autoridad. Como tiene su fundamento en la Constitución, no es posible concebir siquiera que pueda haber un amparo en contra de la Carta Magna como, a veces, algunos sugieren. Es contra leyes, de cualquier tipo, o contra actos de autoridades ejecutivas o administrativas, judiciales y legisladoras. La suspensión puede operar de modo precautorio y se le llama suspensión provisional, mientras no se resuelve el fondo del juicio, o definitiva cuando así lo dicta el fallo final sobre la reclamación.
El problema de la justicia, decía Piero Calamandrei, muchas veces es el litigio de las causas y la tendencia a servirse de los detalles del procedimiento para engañar a los jueces o presionarlos o acortar o alargar los juicios, según su propia conveniencia. Así se ha visto que la suspensión, frecuentemente, es reclamada para encubrir intereses ilegítimos o bastardos.
Hay, en el espectro económico de México, negocios que funcionan sobre la base de una suspensión provisoria de actos reclamados, como los casinos que proliferaron desde la gestión de Creel en Gobernación o las televisoras que viven al amparo de suspensiones conseguidas en los tribunales. O bien, enteras ramas de la economía que gozan de concesiones de explotación y uso de bienes de la Nación (así, con mayúscula, como sujeto originario de la ciudadanía que da origen a todo nuestro sistema político y jurídico y como está en el 27 constitucional) que interponen infinidad de juicios que lastiman los intereses nacionales o ponen entre paréntesis la rectoría constitucional del Estado en materia de desarrollo.
Como casi todas las instituciones jurídicas, el juicio de amparo ha tenido que soportar el abuso de los privados y también su paulatina obsolescencia porque lo complicado de su desenvolvimiento y su artificioso tecnicismo lo ponen fuera del alcance de la ciudadanía común y corriente (pobre, para decirlo en plata), cosa que desdice su original propósito que es servir a las mayorías y fungir como barrera a la arbitrariedad. La reforma en curso de la Ley de Amparo, que viene cocinándose desde hace 12 años y que ha experimentado largos periodos de sabotaje, con todas sus deficiencias, viene a remediar, por lo menos en parte, esa situación.
Muchas de las modificaciones que se plantean tienden a ampliar sensiblemente la operatividad del amparo en nuestro sistema de justicia, como el llamado amparo colectivo, la redefinición (aunque todavía no lograda por completo) de lo que es el interés legítimo, la incitación del Congreso o del Ejecutivo para que la Corte resuelva con prontitud juicios relevantes sometidos a su consideración y la causa del medio ambiente como interés legítimo identificable, entre otras. Pero lo más relevante es el conjunto de limitaciones que el nuevo artículo 129 de la Ley de Amparo (de aprobarse en el Senado) establece al otorgamiento de la suspensión del acto que se reclama.
Para empezar (rubros en los cuales también se ha abusado del amparo), no habrá suspensión cuando se trate de centros de vicio o lenocinio; de actividades relacionadas con el narcotráfico; de la consumación o continuación de delitos y sus efectos; del alza de precios de artículos de primera necesidad o de consumo necesario; del combate de epidemias y enfermedades exóticas; de campañas contra el alcoholismo y la drogadicción; del cumplimiento de órdenes militares en situaciones de emergencia nacional; de intereses de menores o incapacitados o del pago de alimentos; de la introducción de mercancías prohibidas; de la continuación del procedimiento de extinción de dominio sobre bienes de la Nación.
Lo que tiene al borde de la locura a los sectores empresariales beneficiarios de concesiones sobre bienes nacionales (incluidos el subsuelo y el espectro radioeléctrico) es la fracción XIII del artículo citado que, a la letra, establece: no procederá la suspensión cuando se impida u obstaculice al Estado la utilización, aprovechamiento o explotación de los bienes del dominio directo referidos en el artículo 27 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
Está claro que un bien de la Nación afectado por un suspensión queda fuera, prácticamente, del dominio de la misma y pone en entredicho la rectoría del Estado en la economía, en representación de la Nación. Una suspensión permite al privado adueñado de ese bien seguir disfrutándolo hasta que una sentencia no ponga fin al litigio. Está también claro que el negar la suspensión implica para el privado el abandono de ese bien, de igual manera, hasta que se decide en sentencia. El problema es que la suspensión, en sí misma, constituye en estos casos un privilegio por encima de la soberanía nacional.
Los voceros del sector empresarial, particularmente el que está ligado a las telecomunicaciones y al subsuelo, están que bufan porque, para ellos, la reforma del artículo 129 es atentatoria contra el desarrollo económico del país y pone en peligro de quiebra a muchas empresas que viven en suspensión de actos reclamados. Gerardo García Candiani, presidente del Consejo Coordinador Empresarial, anticipó que el nuevo ordenamiento vulnerará la confianza de los inversionistas.
El diputado panista Mario Sánchez, ex presidente del CCE, estimó desde la tribuna que por orden de ley [sic]se estaría dejando sin protección efectiva a concesionarios de bienes del dominio directo en todos los casos. Tal decisión representa un grave atentado contra el desarrollo económico nacional en materia de concesiones, en la explotación y tratamiento de aguas, recolección y disposición de basura, minas, gas, energía, telecomunicaciones, radio y televisión.
El mismo artículo 129 propuesto, en su párrafo final, establece: El órgano jurisdiccional de amparo excepcionalmente podrá conceder suspensión, aun cuando se trate de los casos previstos en este artículo, si a su juicio con la negativa de la medida suspensional pueda causarse mayor afectación al interés social. En este caso, como se denunció en tribuna, deberían quedar las comunidades indígenas y los ejidos o los grupos sociales que pudieran ser concesionarios de bienes del dominio directo. Por ahora, quedan a merced de lo que considere el juzgador.
Ya veremos lo que decide el Senado una vez que reciba la minuta de la Cámara.
Fuente: La Jornada