Por Víctor Moreno
Las declaraciones de la plusmarquista mundial de pértiga, Yelena Isinbayeva, a favor de las leyes de su país contra la homosexualidad, han generado más de un encontronazo dialéctico, no faltando intervenciones tendentes a descalificarla en el plano ético, ideológico, político, mental e, incluso, físico. La han llamado hasta “marimacho”.
La intervención que más ha llamado mi atención ha sido la que exigía que se le privara con carácter retroactivo del Premio Príncipe de Asturias de los Deportes, que le fue concedido en septiembre de 2009, por un jurado presidido por Samaranch.
Entiendo y comprendo dicho sentimiento, que, sin duda, esconde un movimiento de desagrado, cuando no de venganza, contra quien imaginábamos que era o pensaba de una forma concreta y, de la noche a la mañana, descubrimos que su pensamiento está en las antípodas del que nosotros tenemos. Sentimos que nos ha chantajeado o mentido vilmente. Nos hizo creer que era uno de los nuestros aunque en ningún momento de su vida se manifestara en un sentido u otro.
En el caso de Isibayeva, nadie sabía, ni siquiera el jurado que le dio el premio, qué pensaba acerca de la homosexualidad, de la pena de muerte, de la libertad de expresión, de la corrupción, de la literatura de Tolstoi y de Nabokov y de Chaikovsky. Y, de pronto, surge el escándalo. La atleta habla, condena actitudes, delimita conductas, establece fronteras; luego, titubea, rectifica, para, finalmente, descubrir el alma que nunca hubiéramos querido contemplar.
Sucede con frecuencia. El día que descubrimos que ese personaje público que admirábamos no era como nosotros, algo se rompe en nuestro interior produciéndonos una rabia y un dolor incontenibles. Sentimos que nos ha tomado el pelo vilmente. ¡Maldito sea mil veces! Importa menos que el otro sea como sugiere que es, que nuestra falta de perspicacia analítica por no haber descubierto antes cómo era por dentro nuestro fan preferido.
Lo cierto es que, aun tratándose de un sufrimiento poco recomendable –ningún sufrimiento lo es–, tal descubrimiento forma parte de un aprendizaje tan necesario como higiénico. Caerse del guindo de la ingenuidad que ve en la conducta del ser humano una unidad indisoluble entre pensamiento y conducta, es una enseñanza que conviene aprenderla cuanto antes. Porque entre lo que pensamos y hacemos existen, a veces, tales fisuras que parece hasta mentira que ambos hechos, pensar y hacer, procedan del mismo sujeto. Y desde que leímos el mito de Pandora bien sabemos que verdad, bien y bondad no son simétricos.
Los adolescentes de mi edad aprendían este desajuste al leer La isla del tesoro. El pirata John Silver no era tan malo como decían que era los buenos que acompañaban a Jim Hawkins en la Hispaniola. El mal que representaba el hombre de la pata de palo era mucho más apetecible que el bien practicado por los amigos del doctor Livisey y compañía.
En la actualidad, este conocimiento se adquiere gracias a las escisiones que se producen en la vida de un personaje público y su obra. En el caso de los escritores, son bastante habituales. El lector jamás podría imaginar que el autor de una obra tan maravillosa pudiera deberse a un crápula. Cuesta aceptar que ser buen novelista, pintor o músico, no es incompatible con ser un degenerado.
Seguro que aquel jurado de 2009 no tenía ni idea acerca de la compostura ideológica que adornaba el cerebro de la mejor deportista mundial en la especialidad del salto con pértiga. En el acta del fallo se decía que “en ella recaen las condiciones fundamentales por las que se concede el premio” y que se refieren “además de la ejemplaridad de su vida y obra, a que haya conseguido nuevas metas en la lucha por superarse y contribuir con su esfuerzo al perfeccionamiento, cultivo o promoción de los deportes”.
Todo eso está muy bien, pero no se nos aclara si en dicha ejemplaridad formaba parte la ideología de la deportista en cuestión. ¿La hubiera distinguido con tal premio caso de haber conocido la actitud de la atleta en relación con las leyes contra la homosexualidad en Rusia? Seguro que no. El revuelo social armado hubiera sido de “escraches” tomar.
Así que, para futuras concesiones del premio, sería bueno que dicho jurado hiciera un test de inteligencia social a quien decidiera apelmazarlo con semejante vitola. Se evitaría así contratiempos desagradables que ningún bien hacen al deporte olímpico, que como es bien sabido debe estar por prescripción dogmática de sus estatutos libre de excrecencias políticas.
Y, desde luego, lo que sí le convendría afinar un poquito más es describir en qué consiste la ejemplaridad de una vida. Qué obras y qué ideas deben acomodarse en el cerebro de un atleta para que, además de premiar sus saltos y carreras insólitas, asombre al mundo por sus ideas y ocurrencias. Pues conviene no olvidar que lo que hace y dice un atleta es mucho más importante y decisivo para la marcha de la historia que lo que diga, por ejemplo, un científico.
Aunque mucho me temo que, como el jurado indague demasiado sobre este particular ideológico, quizás, no encuentre candidatos para este premio ni en un convento de cartujos.
A fin de cuentas, ¿cómo hacer coincidir la ideología de un atleta con la que adorna la almendra cerebral de un jurado tan variopinto? De la única manera posible: hacer que los atletas sean unos eunucos ideológicos cuando participan en estos eventos. Luego, fuera de la cancha, que digan y hagan lo que quieran aunque esté en contradicción lo primero con lo segundo.
Y, claro, sería higiénico que el jurado aclarase si aplicarán con carácter retroactivo la denegación de dicho premio al galardonado si este manifestara públicamente que es, por ejemplo, caníbal.
Fuente: Nueva Tribuna