Las marchas y “el imperio de la ley”

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Por Humberto Aguirre

El 25 de marzo pasado, la Secretaría de Seguridad Pública del DF publicó su Protocolo de Actuación Policial para el Control de Multitudes; pocas semanas después, por otro lado, la Comisión de Derechos Humanos de la ciudad, llegaría a la conclusión, de que el operativo contra los manifestantes del primero de diciembre incurrió en “violaciones a la seguridad personal, la libertad, la integridad y la libre manifestación de los ciudadanos”.

Los señalamientos del organismo pueden ilustrar las consecuencias de ignorar dos principios que, en el Protocolo de Acción Policial, constituyen una omisión no menor, a saber: que la desobediencia es una acción legítima de la que el ciudadano común echa mano para influir en la opinión pública y expandir los canales de participación democrática, y que las calles de la ciudad son el lugar, el espacio público moderno desde donde se modelan los derechos políticos de las personas.

Últimamente, como cada vez que la gente sale a la calle para presionar pacíficamente y propiciar un cambio en una particular política, opiniones vociferantes claman por la vuelta del “estado de derecho”, “el imperio de la ley”, el “respeto a las instituciones” e incluso, por la libertad de circulación. El ideal de estos personajes es un gobierno democrático y liberal fundado en “el imperio de la ley y las instituciones”, un modelo que acostumbra separar el estado de la sociedad civil y frecuentemente ignora, desprecia o reprime, movimientos organizados que no han encontrado caminos institucionales para resolver sus demandas.

La diferencia de una postura que concibe la desobediencia como una estrategia que eventualmente puede criminalizarse y otra que la tiene como una manera de ampliar la vida política a través de la creación de nuevos derechos, tiene sus sustentos teóricos en la democracia liberal y en la democracia radical, respectivamente.

Según la primera versión, es en el individuo donde se supone residen los derechos. Esta perspectiva encasilla a la sociedad civil en una esfera privada y en acciones individuales; por otro lado, aleja al estado y a los políticos y partidos de la ciudadanía, los convierte en ingredientes exclusivos y excluyentes de la actividad política. La democracia liberal es deficitaria porque la expresión pública se garantiza solamente a través de los derechos; las personas son sujetos apolíticos cuya opinión se considera una preferencia. La legitimidad democrática construida a partir de los derechos individuales no tiene lugar para la formulación de nuevos derechos, ni considera a los ciudadanos verdaderos sujetos políticos.

Creemos que un sistema democrático debe garantizar la seguridad física de los participantes en cada acto de desobediencia, los espacios físicos de expresión, así como las entidades institucionales que recogen la experiencia del debate público, más allá de ridículas propuestas de “manifestódromos”.

La experiencia política se vive en la calle, en el espacio público se crean identidades y el concepto de ciudadanía se enriquece. Reconocer la calle como un lugar de multiplicidades en continuo contacto, significa también admitir la existencia del conflicto perpetuo que debe ser afrontado y administrado, no con un discurso que vea lo social como un absoluto inmutable a cuyas reglas las manifestaciones deben ceñirse, sino como prácticas que evolucionan y se renuevan sin fin en la formación de “lo político”. El conflicto, la división y la inestabilidad, consecuentemente, no son un obstáculo en la esfera pública, sino sus condiciones de existencia. La amenaza proviene de intentar anular el conflicto. La democracia es democracia sólo en la medida en que las exclusiones puedan manifestarse y atenderse.

Habrá que decirles a aquellos que creen que el derecho a la libre circulación es más importante que el de la manifestación, que es gracias a la desobediencia que se construyen los derechos. Cuando se reprueba y se niega el derecho a la desobediencia, se incurre, cuando menos, en una privatización discursiva del espacio público, como si hubiera una sociedad monolítica, como si lo urbano no estuviera sometido a una mutación continua en relación con sus habitantes y la política.

A la idea de una sociedad que se muestra sin fracturas se opone la desobediencia con la apropiación del espacio físico. Circunscribir la contestación al mundo de los gustos y de las apetencias individuales, y lo público a un espacio íntegro, inmaculado y monolítico, sería pensar en un mundo inexistente de política guiada por consensos universales y los principios incontestables de la ley; eso no ha existido ni existirá.

Tal cosa es de tener en mente a la hora de afrontar los reclamos en las calles de esta y otras ciudades.

Fuente: Rebelión.org

 

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