Por Javier Sicilia
A la memoria de Nepomuceno Moreno, quien después de cuatro años sigue clamando justicia.
Desde el descubrimiento de las fosas clandestinas de San Fernando, Tamaulipas (2011), hasta las localizadas en Guerrero buscando a los 43 desaparecidos de Ayotzinapa (2014 y 2015), el Estado no ha dejado de repetir que pertenecen al crimen organizado. Sin embargo, hace unas semanas se develaron dos que corresponden a la Fiscalía del Estado de Morelos y que contenían 150 cuerpos. El hallazgo se debe a la familia Navarrete Hernández, cuyo hijo Oliver Wenceslao –secuestrado el 24 de mayo de 2013 y hallado muerto el 3 de junio del mismo año en el municipio de Ayala– se encontraba, identificado por sus parientes, a resguardo de la fiscalía (entonces procuraduría), con el objeto de realizar mayores indagatorias.
En diciembre de 2014, la familia se enteró de que el cuerpo de Oliver había desaparecido de las instalaciones de la ahora fiscalía, y que fue enterrado en una de esas dos fosas comunes ubicadas en un predio irregular disfrazado de cementerio, en Tetelcingo, Cuautla.
Después de muchas presiones, logró que la fiscalía exhumara el cuerpo y, junto con él –como consta en los videos que la propia familia grabó y que pueden verse en proceso.com.mx– 149 cuerpos más, muchos de ellos sin identificación alguna.
A pesar de que la fiscalía y el gobierno de Morelos reconocen que dichas fosas son propiedad de la fiscalía, su develamiento plantea múltiples preguntas: ¿Por qué desde 2012 –fecha en que fueron cavadas–, el predio correspondiente carece de las mínimas regulaciones jurídicas? ¿Por qué a partir de entonces, sabiendo que hay 25 mil desaparecidos en el país –83 en el estado de Morelos durante la presente administración–, han inhumado 150 cuerpos sin practicarles pruebas científicas –como la del ADN– para cruzarlas con las de quienes buscan a los suyos, y sin que haya mediado una notificación al Registro Civil de Cuautla?
¿Por qué de esos 150 cuerpos, según la contabilidad que hicieron los familiares de Oliver, la fiscalía dice ahora que son sólo 105 –103, porque ya entregó el de Oliver y el de otro que fue identificado? ¿Dónde quedaron los otros 45? ¿Cómo pudieron desaparecer? El hecho sugiere negligencia criminal y desaparición de evidencias. ¿Cuántas fosas de este tipo hay en Morelos y cuántas en el país? ¿Por qué la familia ha recibido amenazas: “Ya no le muevan o se los carga la verga” (Las fosas clandestinas de la fiscalía de Morelos, portal de Proceso, 5 de noviembre).
Las preguntas son oportunas en su gravedad y exigen no sólo una respuesta convincente por parte de la fiscalía y del gobierno de Morelos –las que hasta ahora han dado están llenas de contradicciones y opacidad–, sino también la creación de una comisión civil de víctimas y peritos forenses que acompañen la exhumación de los cuerpos para sus respectivas identificaciones y cruces con los ADN de parientes. Muchas organizaciones de víctimas lo han demandado ya mediante un desplegado aparecido el 12 de noviembre en los medios impresos de Morelos y en La Jornada nacional. La Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM), respondiendo a esa demanda, ha puesto a su disposición su Centro de Investigación en Dinámica Celular y ha creado la Comisión Científica de Identificación Humana, encabezada por el director del Centro, el doctor Iván Martínez Drunker, para realizar todas las pruebas científicas que sean necesarias en la identificación de esos cuerpos. Lo único que falta es el aval del gobierno de Graco Ramírez.
Debe hacerlo. Ya no por ese sentido de lo humano llamado empatía, del que, por desgracia, ha dado muy pocas muestras, sino para rescatar algo de la credibilidad que, junto con la del estado que representa, perdió hace mucho y que esas fosas ponen en un mayor entredicho. Debe también llamar a cuentas a quienes han hecho posible este horror y, supervisado por la sociedad civil, generar y cumplir con los protocolos jurídicos y sanitarios de los que la fiscalía carece. De no hacerlo, confirmará lo que yo y muchos no hemos dejado de señalar: que México se ha convertido en un Estado criminal al servicio de los capitales legales de las empresas trasnacionales y de los ilegales del crimen organizado; un Estado que traiciona y atropella su propia vida jurídica; un Estado para el que, por lo mismo, una enorme cantidad de sus ciudadanos son prescindibles y pueden ser enterrados como basura en fosas clandestinas; un Estado que merecería ser juzgado por crímenes de lesa humanidad. Nos obligará también a llamar a las instancias internacionales y a mantener la resistencia y la denuncia.
Las fosas de Graco pueden ocasionar la repetición del grito de Ayotzinapa: “Fue el Estado”, y acelerar el declive de la imagen del mandatario o, por el contrario, pueden ser un punto de inflexión en la reconstrucción de su credibilidad y llevarlo a ejercer una de las funciones que hasta el momento no ha asumido: la justica.
Sabemos –no hemos dejado de denunciarlo– de qué lado están Graco y la clase política. Pero quizá –son los sueños de la esperanza– nos topemos con una grata sorpresa. Es lo que más deseamos para sentir que hay un poco de justicia y tomar un respiro en esta inacabable resistencia a la que la corrupción, la impunidad y la miseria del Estado nos obligan.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés; detener la guerra; liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la violencia; juzgar a gobernadores y funcionarios criminales; boicotear las elecciones, y devolverle su programa a Carmen Aristegui.
Fuente: Proceso