Las disonancias cognitivas del Presidente

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Por Jorge Javier Romero Vadillo

¿Por qué Peña Nieto cree que la corrupción es parte de la naturaleza humana o de la cultura nacional? No importa que ambas creencias sean excluyentes entre sí —si es cultural, entonces es una creación social histórica, no parte de una naturaleza que, en todo caso precedería a la cultura, pero explicarle esto al presidente parece ya demasiado complicado—, lo relevante es que él siente que se trata de una conducta compelida ya sea por los genes o por los memes (en el sentido original de Dawkins, no en el coloquial de imagen burlona), que no depende de la voluntad individual, sino que es una fuerza rutinaria que no se puede resistir.

Todo indica que el presidente sufre de una disonancia cognitiva: una tensión interna en su sistema de ideas, creencias y emociones que lo lleva a mantener al mismo tiempo dos pensamientos que están en conflicto, o que ha sido provocada por un comportamiento que entra en conflicto con sus creencias originales, por lo que ha desarrollado actitudes y creencias que le permiten compensar la incomodidad que le producen algunas de sus conductas previas: si incurrió en conflicto de intereses al beneficiarse de privilegios ofrecidos por empresas a los que sus gobiernos les han otorgado obras y contratos es porque lo condujo a ello su naturaleza o una cultura heredada, no porque tomó conscientemente decisiones contrarias a los valores éticos que deben regir la vida pública.

No me interesa hurgar más en las profundidades de la sicología presidencial para desentrañar el origen de sus actitudes y creencias justificatorias, aunque el de las disonancias cognitivas sea un campo de estudio muy interesante, base para la construcción una teoría explicativa de la conducta de los actores sociales y sobre la consistencia entre actitudes, valores, preferencias y decisiones. El despropósito de pretender que la corrupción es una característica de la naturaleza humana y que ésta puede ser domeñada desde el poder tiene mucho menos fundamento incluso que la idea de que se trata de un fenómeno cultural, pero no importa tanto cuál de las dos percepciones muestra mayor ignorancia. Lo interesante ha sido observar cómo el presidente (y los autores de sus discursos) han construido una justificación externa, de origen ancestral, a los actos de los políticos de hoy.

Vale la pena, más allá de las aportaciones teóricas de Peña Nieto al tema, tratar de entender el fenómeno de la corrupción, tanto para evaluar sus costos sociales como para  intentar eliminarla de la vida pública, pues tampoco se trata de un asunto meramente moral que pueda ser enfrentado gracias a la honradez personal de un salvador de la patria como pretende López Obrador y creen sus fieles seguidores. La corrupción ha formado parte de la formación histórica del Estado “natural o de acceso limitado” mexicano, para usar la terminología de Douglass C. North y sus coautores en el notable libro Violence and Social Orders, publicado en 2009. De acuerdo con esos autores, los estados naturales o de acceso limitado son las formas históricamente predominantes de coordinación entre facciones para reducir la violencia y permitir el intercambio económico, aunque sólo distribuyen beneficios entre grupos reducidos de la sociedad; en ese tipo de arreglos, la protección se distribuye a través de redes clientelares y las relaciones personales constituyen el pegamento de la cohesión social. En México, aunque los antecedentes de esta forma estatal, con su correspondiente moral pública, pueden rastrearse hasta los tiempos virreinales, fue durante el Porfiriato cuando alcanzó su primera forma institucionalizada, mientras que la época clásica del régimen del PRI representa la época de madurez de este arreglo.

El régimen porfiriano desarrolló una burocracia nacional peculiar: un sistema de agentes constituidos en intermediarios con capacidad para negociar personalizadamente la desobediencia de la ley en sus ámbitos de autoridad y con relativa autonomía para cobrar privadamente por sus buenos oficios. La corrupción formaba parte de la relación del poder con los diferentes grupos de la sociedad: se pagaba para usar la ley en beneficio particular, mientras que era válido que los agentes del Estado extorsionaran a los débiles y les aplicaran arbitrariamente la ley para favorecer a aquellos que les pagaban directamente sus servicios.

Tanto la burocracia como las fuerzas del orden —ejército, guardias rurales y policías— como los jueces estaban al servicio de quien negociaba con las autoridades formales —locales, estatales o federales, dependiendo del ámbito de interés—, las cuales estaban organizadas de manera jerárquica como una red piramidal de lealtad personales que tenían en el vértice al Presidente de la República, el general Don Porfirio Díaz, árbitro final de las disputas, garante de los pactos que mantenían bajo control la violencia autónoma. Construido con base en un escrupuloso cumplimiento de las formalidades de la ley, el Poder Judicial era esencialmente un filtro legitimador de las decisiones distributivas del ejecutivo y de sus decisiones en materia de justicia.

Las concreciones del ejercicio de la autoridad y la manera en la que se ejecutaba la legalidad generaron una manera de hacer las cosas que terminó por institucionalizarse y creó una trayectoria de la que la sociedad mexicana se volvería dependiente. Las diferentes organizaciones reprodujeron una forma de relación con el poder político que no ha terminado de ser sustituida por una relación claramente regulada por la ley. Empresarios, inversores extranjeros, organizaciones gremiales, comunidades campesinas de origen indígena, pueblos y hacendados desarrollaron repertorios estratégicos de negociación con el Estado y sus agentes que implicaban intercambio de protecciones particulares por beneficios económicos o por apoyo político. La negociación tenía un carácter personalizado y en el caso de las identidades colectivas, la intermediación la hacían los caudillos o los caciques.

Si bien la Revolución destruyó el orden porfiriano, cuando se reconstruyó el Estado se hizo sobre la trayectoria institucional heredada y cuando se volvió a alcanzar la estabilidad, de nuevo fueron las clientelas y las relaciones personales la base para la distribución de las protecciones estatales. Un arreglo de ese tipo tiende a beneficiar a grupos estrechos tanto en lo político como en lo económico y produce necesariamente connivencia entre los más ricos y quienes detentan el poder, con efectos catastróficos sobre la distribución de la riqueza y sobre el crecimiento sostenido.

La corrupción no es, entonces, una tara genética de la naturaleza humana que deba ser domada desde el Estado ni parte consubstancial a la idiosincrasia nacional. Es resultado de la configuración institucional del Estado mexicano, un mal de la esfera política, no de la sociedad. El lento proceso de cambio del Estado de acceso limitado a un Estado de acceso abierto, donde sean las leyes impersonales las que determinen las consecuencias distributivas de las instituciones, no se ha completado en México. Desde luego que habrá que darle el beneficio de la duda al recién creado sistema nacional anticorrupción y a las nuevas reglas de transparencia, pero mientras no se institucionalice efectivamente el orden jurídico como el marco regulador de las relaciones sociales, con un sistema judicial eficaz y una ejecución de la ley de carácter impersonal, nada habrá realmente cambiado.

Fuente: Sin Embargo

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