Por Umberto Eco
No hace mucho publiqué una carta abierta dirigida a mi nieto, en la que lo exhortaba a reforzar su memoria resistiéndose (entre otras cosas) al impulso de obtener toda su información de internet.
En respuesta, fui acusado en la blogosfera de estar en contra de la red. Pero esto es un poco como decir que cualquiera que critica a la gente que va a exceso de velocidad o que maneja intoxicada está en contra de los automóviles.
Y, por el contrario, en respuesta a mi reciente columna sobre unos jóvenes concursantes que revelaron la ignorancia de su generación suponiendo que Hitler y Mussolini estaban vivos todavía en los años 60 y 70, el periodista italiano Eugenio Scalfari me criticó (afectuosamente), en la revista L’Espresso, por el exceso opuesto, diciendo que yo confiaba demasiado en internet como fuente de información.
Scalfari, fundador del periódico La Repubblica, observó que la web, con los efectos homogenizadores de su memoria colectiva artificial, le ha dado a la generación joven pocos incentivos para ejercer su propia memoria. Después de todo, ¿para qué registrar un dato en la memoria si sabemos que siempre estará disponible apretando un botón? Scalfari también observó que, aunque internet nos da la impresión de que nos conecta con el resto del mundo, a fin de cuentas es una sentencia de soledad autoimpuesta.
Coincido con Scalfari en que la pereza y el aislamiento que promueve la web son dos de los mayores flagelos de nuestro tiempo. Pero veamos el pasaje de Fedro de Platón, en el que el faraón reprende al dios Tot, el inventor de la escritura, por haber creado una tecnología que le permite al hombre registrar datos en papel y no en la memoria. Pero sucede que el acto de escribir de hecho estimula a la gente a recordar lo que ha leído. Aún más, fue gracias al advenimiento de la escritura como Marcel Proust pudo producir su celebración de la memoria, En busca del tiempo perdido. Y si somos perfectamente capaces de cultivar la memoria al escribir, ciertamente también podemos hacerlo al navegar por internet, internalizando lo que aprendemos en la web.
El hecho es que ésta no es algo que podamos descartar como el telar eléctrico, el automóvil y la televisión antes que ella, la web llegó para quedarse. Nada, ni siquiera los dictadores, podrá eliminarla. Así que la cuestión no es cómo reconocer los riesgos inherentes de internet, sino cómo darle el mejor uso.
Imaginemos a una profesora que le deja a su grupo una tarea de investigación. Ella sabe, por supuesto, que no puede impedir que sus alumnos encuentren en línea respuestas ya digeridas. Pero puede desalentar que simplemente copien esas respuestas sin profundizar más. Ella podría pedirles, por ejemplo, que buscaran información en al menos diez sitios web y que trataran de evaluar qué fuente de información es la más confiable, quizá consultando los viejos libros y enciclopedias en papel.
De ese modo, los estudiantes tendrían la libertad de sumergirse en la información que encuentran en línea —que sería tonto evitar por completo— pero, al mismo tiempo, podrían evaluar y sintetizar esa información, ejerciendo su juicio y su memoria en ese proceso. Aun más, si a los estudiantes se les pide que comparen y contrasten lo que hayan encontrado con lo que encontraron sus compañeros, evitarían la sentencia de soledad y quizá cultivarían el gusto por la interacción personal.
Por desgracia, quizá no sea posible salvar a todas las almas condenadas en la web; algunos jóvenes quizá ya estén demasiado implicados en sus relaciones exclusivas con la pantalla de su computadora. Si los padres y las escuelas no pueden apartarlos de ese ciclo infernal, van a terminar marginados al lado de los adictos, intolerantes y todos aquellos a los que la sociedad ha hecho a un lado y que soporta a regañadientes.
Este proceso se ha llevado a cabo a lo largo de la historia una y otra vez. Este grupo particular de nueva gente “enferma” puede parecer especialmente grande y difícil de contener, pero eso es sólo debido a que en los últimos 50 años la población mundial ha aumentado de unos dos mil millones a más de siete mil millones. Y eso, por cierto, es un acontecimiento que no es culpa de la web y de la soledad que impone; en todo caso, es el resultado de un exceso de contacto humano.
Fuente: El Espectador