Por Javier Sicilia
Desde hace mucho tiempo hablamos de paz, pedimos paz, exigimos paz. Una palabra hermosa que significa ausencia de conflictos, de violencia, un periodo de estabilidad. Sin embargo, esa palabra está curiosamente amasada con el fermento de la violencia: se habla de combate a la pobreza y al crimen, de campañas electorales y de vacunación, de lucha contra el hambre, de explotación de recursos, de guerra contra las drogas, en síntesis, de estrategias –en el sentido literal de “planes de guerra”– para la paz.
Las palabras no son inocentes. Son nuestro mundo y nuestra percepción, y tarde o temprano sus contenidos se vuelven, como hoy, una realidad atroz.
Sin embargo y, por lo mismo, en esta lengua llena de agresión es cada vez más importante recuperar un verdadero sentido de la paz.
Iván Illich decía, con justa razón, que “la paz tiene un sentido diferente en cada época y en cada atmósfera cultural”. Esa diversidad, que reviste un significado diferente entre el poder y la gente –el poder dice que hay que “mantener o crear la paz”, la gente pide que “la dejen en paz”–, se perdió desde que la idea de desarrollo y el ingrediente del dinero se convirtieron en un valor absoluto que se impuso como paz para todos.
Nuestra idea de paz es, en este sentido, tremendamente violenta. Hunde sus raíces en la pax romana, en una paz imperial. Cuando el gobernador romano –recuerda Illich– blandía las enseñas de sus legiones y las plantaba en un territorio ocupado, no miraba como el judío, por ejemplo –que al pronunciar shalom pedía las bendiciones de la justica que sólo Dios podía dar a las 12 tribus de pastores recién sedentarizadas–, hacia el cielo. Por el contrario, miraba hacia una ciudad lejana que imponía en ese territorio su ley y su orden. De hecho, la palabra pax era el resultado de un pacto y de un tributo –pago y pacto derivan de pax.
Ambos términos han decaído. Shalom, como otra infinidad de palabras que hablan de particulares formas de la paz, se retiraron al reino privado de la religión o al terreno de formas de vida –pienso en las comunidades indígenas– cada vez más acosadas por el desarrollo y el crimen. Pax, en cambio, invadió el mundo como paz, peace, paix, pace, etcétera, y, usada por las élites dirigentes, ha servido para todo tipo de violencias: desde Constantino, que la usó para transformar la cruz en ideología, hasta los últimos gobiernos estadunidenses para justificar su injerencia en Medio Oriente.
A partir de 1949, cuando Harry Truman –dos años después de arrojar la bomba atómica también en nombre de la paz– anunció su programa de ayuda técnica a los países subdesarrollados, llamado Punto Cuatro, el desarrollo económico se volvió también el centro de la paz. Desde entonces México –por no hablar de todos los países– ha estado azotado por constantes tsunamis de sacrificios en beneficio de una sucesión de programas dirigidos siempre a “elevar la ganancia por habitante” para alcanzar a los países desarrollados.
Sin embargo, tanto los expertos que promueven ese tipo de programas bajo la ideología del liberalismo económico, como los políticos que los contratan y apoyan, lo único que han hecho –a semejanza de la pax romana– es arrasar territorios y formas de vida, es decir, “tejido social”. Al someter a todos a la violencia de una producción y un aumento del consumo, han generado formas inéditas de despojo, miseria y violencia. La paz económica creó un medio en el que las condiciones en que las actividades de la subsistencia florecían se eliminaron para convertirse en empleo escaso y recursos explotables.
Hasta el siglo XII pax, en su sentido profundo, tenía que ver con la preservación de los pobres y sus medios de subsistencia de la violencia de la guerra. Por sanguinaria que fuese una guerra entre señores, la paz de la gente común preservaba la cosecha y el ganado. “La paz de la tierra” salvaguardaba también los valores de uso común contra las intrusiones armadas.
Con el nacimiento del Estado-nación y luego del desarrollo, la subsistencia y sus múltiples tejidos sociales no han dejado de ser víctimas de una agresión pretendidamente pacífica que, en nombre del mercado, las arrasa de formas cada vez más brutales. La paz del desarrollo no sólo transforma valores de uso en valores de cambio, sino que transforma a la gente en ejércitos de reserva para usos mercantiles y deja a poblaciones enteras a la deriva, sin oficio ni beneficio. Miserabilizadas, desposeídas, esas franjas marginales y cada vez mayores quedan abandonadas a las grupos criminales que les imponen la misma lógica económica de formas absolutamente totalitarias. La paz del desarrollo no es sólo violenta en su aparente pacifismo; genera también la violencia en la que vivimos, una violencia cuya suma es cero: la ganancia de unos a costa de la pérdida en sufrimiento, dolor y muerte de otros.
Retejer tejido, una expresión que, al igual que “paz”, carece de contornos precisos, implica salir de esa lógica económica que trajo el desarrollo y el dinero. Sin ese escape, “paz” y “tejido social” serán palabras sin significado, buenas para ganar elecciones y continuar el imperio de la violencia que se ahonda.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
Fuente: Proceso