Por Adolfo Sánchez Rebolledo
El peor escenario para enfrentar a la delincuencia organizada en Michoacán es que los problemas se enreden y se confundan con las pugnas locales por el poder, las cuales, ciertamente, existen y juegan su papel, pero no lo explican todo. Ya hemos visto cómo el intento de partidizar la acción del Estado, la pretensión de sacar provecho electoral a una situación que en mucho desborda el plano regional para convertirse en un grave desafío al orden constitucional, ha demostrado ser un gravísimo error.
Lo que ha ocurrido en Apatzingán es digno de una obra de ficción: un abigarrado contingente de ciudadanos armados con palos, escopetas y armas de alto poder se reúnen en secreto y se movilizan para tomar el ayuntamiento, ocupar la ciudad y liberar a los vecinos del yugo opresor de sus enemigos, Los caballeros templarios, que los extorsionan y les impiden vivir en libertad. Sin embargo, dicha acción temeraria fue frenada en el camino por el Ejército que así evitó lo peor. La muchedumbre siguió adelante, pero sufrió la tan temida emboscada. Aún así resistieron. Ellos son las autodefensas populares, surgidas como reacción desesperada ante la impunidad de la delincuencia que tiene compradas a las policías y, en general, a los representantes de la justicia.
Se dice –para desautorizarlas– que reciben ayuda de los otros cárteles que se disputan el territorio de la viejaFamilia michoacana, de tal manera que allí también se cumpla la hipótesis de que la violencia surge del enfrentamiento entre grupos rivales, tesis oficial que sigue indemne. Pero no es tan simple. Ni las autodefensas son meros títeres de otros capos ni Los caballeros templarios un grupo más en esa región. Unos y otros se han ido transformando.
Habría que recordar cómo y por qué en esa región se fortaleció una rama de la delincuencia organizada que además de aprovechar las deficiencias crónicas del subdesarrollo, el aislamiento, la pobreza, es decir, la fractura en la cohesión social promueve una argumentación peculiar, autojustificatoria, con claras connotaciones religiosas. Desde ese punto de vista no parece un dato menor que sea en esa región donde las bandas delincuenciales pretenden legitimarse mediante “el discurso de los agravios de la sociedad michoacana… para presentarse simultáneamente como la víctima y el vengador”.
Habría que ver hasta qué grado la delincuencia tuvo éxito en esos afanes seudojusticieros y cuánto de la crisis actual se debe, en efecto, a la ruptura de las complicidades logradas en el pasado, lo cual explicaría de un modo menos maniqueo la aparición de las autodefensas. Parto de la premisa de que no son los criminales los que crean el vacío de poder, sino la relativa ausencia del Estado en zonas abandonadas la que inspira el sueño de suplantarlo. Superar la historia de crisis y desencuentros no es sólo problema de recursos.
Hoy, las cosas han escalado otro nivel con los atentados contra subestaciones eléctricas y gasolineras, ataques que por su propia naturaleza desafian al Estado en su conjunto. En estos casos, el papel de las fuerzas armadas no puede limitarse a impedir una matanza, lo cual es de suyo saludable, pero no es suficiente, pues el Ejército no es una policia más.
Después del acto terrorista del 15 de septiembre de 2010 se habló mucho de la aparición de una narcoguerrilla, alimentando especulaciones interesadas acerca de la naturaleza fallida del Estado nacional, pero fuera del debate efímero la cuestión se perdió en algún cajón burocrático sin darle la seriedad que los hechos merecían. Calderón siguió con su postura sin asumir que hacían falta grandes cambios en la llamada guerra emprendida por él. Peña Nieto bajó el nivel declarativo, pero aún no se advierte el cambio que muchos esperaban. Pero el tiempo corre.
La operación terrorista del fin de semana demuestra que estos grupos están dispuestos a ir cada vez más lejos (a pesar de los golpes recibidos y las escisiones), pues, según algunos observadores, lo que está en juego es la quimera de sustraer de la jurisdicción del Estado un territorio estratégico de importancia vital para la seguridad nacional. Carezco de los detalles para afirmarlo, pero es obvio que el ataque dirigido a colapsar regiones enteras no es un incidente más ni menor, sobre todo en una situación donde a la incertidumbre por el futuro se aúnan los contratiempos derivados de una política de reformas apresuradas, las cuales, lejos de estar sustentadas en la solidaridad activa de las amplias mayorías, se conforman con el acuerdo (o el disenso) cupular.
Veremos pronto cuáles son los efectos de este repunte terrorista en la apreciación de México como un país estable y seguro, pues no olvidemos que nunca faltan los aliados interesados en doblegar las fortalezas de la República. Más vale tomarse en serio lo que ocurre en Michoacán y otros estados. La violencia está a flor de piel.
El gobierno de la República no ha entendido que ninguna estrategia, ya sea la lucha contra la delincuencia o el aprovechamiento integral de los recursos energéticos, será posible sin la presencia consciente y organizada de la ciudadanía y ésta no se producirá si no se le ofrece una salida digna, responsable, patriótica.
Fuente: La Jornada