Por Jorge Zepeda Patterson
Para Einstein el nacionalismo es el sarampión de la humanidad y para Ambrose Bierce constituye el refugio de los canallas. Pues sí. Pero qué bien se siente ver ganar a México por un contundente 3-1 contra un equipo croata plagado de estrellas internacionales.
Sí, ya sé que un entrenador que lleva a cuestas el apodo de “El Piojo” y, lo que es peor, con un físico que lo justifica, no es la mejor de las postales para presumir al mundo. Pero si Miguel Herrera hace jugar a su equipo de esa manera, más que bienvenido. Los croatas estaban dirigidos por un director técnico que parecía salido de un anuncio de Giorgio Armani, lo cual no impidió que al final del partido sus jugadores tuvieran que hacer las maletas para el regresar a casa.
Hombre por hombre el valor de mercado de la plantilla croata es cuatro veces más alto que el de México: 163 millones de euros contra 47 millones. Basta decir que Mandzukic, su centro delantero, es el titular del Bayern Munich campeón de Alemania, Rakitic acaba de ser adquirido por el Barcelona en 20 millones de euros y Modric es el creativo de la media cancha del Real Madrid, actual campeón de Europa. Frente a esta constelación México apenas puede presumir a Guardado y a Giovanni que no siempre son titulares en equipos españoles de media tabla. Y, pese a todo, el equipo nacional ofreció un partido muy por encima del rival.
El orgullo nacional por esta victoria es más que legítima. No se trata de que los triunfos o las derrotas de la selección de un país tengan que ser interpretadas como expresión de la calidad –o falta de ella- de un pueblo. Tan absurdo es auto flagelarnos por nuestras “miserias” cuando perdemos en casa ante Honduras durante una eliminatoria, como asumir cualquier sentimiento de superioridad por algunas victorias en el Mundial. El desempeño de un equipo es una mezcla, a veces caprichosa, del nivel de juego con que se practica una disciplina en un país, del momento por el que atraviesan 22 jugadores, de la habilidad y el trabajo previo para convertirse en un conjunto eficaz y, por qué no decirlo, de la subjetividad arbitral y el incompresible azar que lleva a una pelota golpear contra el marco y continuar a la red o salir botado.
El hecho de que los jugadores mexicanos no se hayan amilanado frente a dos goles legítimos invalidados en el primer partido y que no se hayan cebado en el lamento paralizante por el ostensible penalti no cobrado por el árbitro en el juego contra Croacia, habla de un temperamento mucho más maduro del equipo nacional. Pero eso no significa que refleje algún supuesto férreo temperamento del “alma azteca”. De la misma forma que tampoco era un rasgo del pueblo mexicano que en el pasado los jugadores fueran unos quejicas infantiles y víctimas fatalistas de todo yerro arbitral. La templanza mostrada por los jugadores muestra simplemente la maduración creciente del oficio de futbolista en México: atletas que son formados desde niños para responder a las presiones que se desarrollan en un partido.
El nacionalismo en efecto puede ser el repositorio de los canallas. En nombre de la patria se han cometido enormes atrocidades y la mayor parte de las guerras. Con harta frecuencia ha sido la coartada para que las masas se movilicen en defensa de los intereses de las élites de un país. Pero como la tecnología, el sexo o el vino, el problema no está en sí mismo sino en la manera en que se le utilice. El nacionalismo es también un factor de identidad, un elementos de cohesión de una comunidad, un sentimiento de pertenencia. Hace unos días cité un comentario enviado por un lector a este sitio; nunca más pertinente: “Tengo un vecino al cual apenas le había hablado unas cuantas palabras desde hace décadas y hoy al meter gol la selección mexicana gritamos como locos y hasta carne asada hicimos junto a nuestras familias”. Es decir, vecinos cuyo distanciamiento o indiferencia persistió pese a haber compartido sismos, delincuencia en el barrio o vicisitudes en los servicios públicos, y acabaron reunidos por un gol del equipo nacional.
Así que asumamos el triunfo sabiendo que no significa otra cosa que un gran motivo de júbilo para festejar y compartir una alegría con todos aquellos con los que convivimos. Y lamentemos la derrota cuando ella llegue conscientes de que no representa otra cosa que la ley del juego: 31 equipos de 32 habrán de pasar por ella. En cierta forma el deporte espectáculo tendría que ser una enorme experiencia pedagógica de humildad: después de todo sólo un equipo termina siendo campeón.
Los triunfos del Tri deben ser motivo de orgullo y regocijo para todos aquellos que disfrutan el futbol. Una dosis de nacionalismo en estas circunstancias es bienvenido siempre y cuando el fortalecimiento de la identidad no derive en sentimientos intolerantes o despectivos hacia los otros. Y no me parece que sea el caso.
Dudo que México llegue a ser campeón. Pero espero tener motivos para seguir festejando luego de enfrentar a Holanda. Ya vimos que hay con qué. ¿No creen?
Nota: Resulta interesante la participación de la vilipendiada CONCACAF. De los cuatro equipos de la región dos están calificados, Costa Rica y México, y un tercero, Estados Unidos, con muy altas posibilidades. 75%, una proporción que desearía cualquier confederación.
@jorgezepedap
Fuente: Sin Embargo