Por David Brooks
Cada vez menos le creen a esa trinidad sagrada de gobierno, bancos e Iglesia en este país. La confianza de la opinión pública en estas instituciones está por los suelos y a veces parece que ya sólo ellos creen que son creíbles.
Sólo 26 por ciento de estadunidenses confía en que el gobierno federal hará lo correcto casi siempre, mientras 73 por ciento dice confiar en el gobierno algunas veces o nunca. Era casi justo lo opuesto en los años 60, cuando 75 por ciento confiaba en el gobierno y sólo 23 por ciento desconfiaba, según un sondeo del Centro de Investigaciones Pew difundido la semana pasada.
Por primera vez una mayoría (53 por ciento) dice que el gobierno federal amenaza sus derechos y libertades personales, percepción que ha sido nutrida por la derecha durante las últimas décadas. De hecho, los promotores de los derechos a las armas suelen argumentar que la Constitución garantiza ese derecho justo para que los ciudadanos puedan defenderse del gobierno si éste intenta amenazar sus libertades.
Estas opiniones son, en gran medida, producto de un masivo esfuerzo de la derecha, que desde tiempos de Ronald Reagan ha buscado desprestigiar, y hasta anular, el papel social y económico del gobierno. Fue Reagan quien dijo: el gobierno no es la solución a nuestro problema, el gobierno es el problema. Desde entonces se ha lanzado una ofensiva para reducir el gobierno, lo cual se traduce en desmantelar los programas sociales y las regulaciones ambientales, laborales y derechos civiles conquistados por movimiento sociales desde los tiempos del Nuevo Trato hasta ahora (nunca mencionan el gasto militar ni los masivos subsidios a las grandes empresas).
Pero esta desconfianza de la sociedad también responde al comportamiento de los políticos de ambos partidos nacionales, que son, con excepciones, especialistas en minar la confianza del pueblo en ellos. La corrupción, la influencia de los dueños del dinero en las elecciones, el manejo de la política nacional por integrantes intercambiables de las cúpulas políticas y empresariales (sobre todo del sector financiero) nutren la percepción de que el gobierno norepresenta al pueblo, sino más bien está al servicio de unos cuantos.
Todos saben que la cúpulas política y financiera gozan de relaciones íntimas. Los dos candidatos presidenciales recibieron enormes aportaciones electorales de Wall Street en esta última elección; los asesores más influyentes de política económica del gobierno provienen del sector financiero; muchos de los más altos funcionarios, incluidos casi todos los secretarios del Tesoro de los últimos 20 años, fueron altos ejecutivos en el sector bancario. El senador Richard Durbin, uno de los más poderosos en la cámara alta, comentó con gran frustración, al batallar con banqueros para una reforma financiera en 2009, que los bancos francamente son los dueños de este lugar, en referencia al Congreso de Estados Unidos.
Ante ello, no sorprende al ciudadano común que ninguno de los más altos ejecutivos financieros haya sido enjuiciado por las maniobras y las manipulaciones que detonaron la crisis económica más grande en casi un siglo y cuyos costos fueron pagados por el pueblo (en fondos públicos para rescatar a los bancos, en millones de empleos perdidos, en recortes a presupuestos estatales, etcétera). Aun cuando uno de los grandes bancos cometa delitos como lavado de dinero para cárteles del narcotráfico, mafias y organizaciones ilícitas, como el reciente caso de HSBC, la justicia estadunidense no responsabiliza penalmente a los ejecutivos.
Matt Taibbi, destacado periodista de Rolling Stone y uno de los que más han seguido el asunto del sector financiero y sus relaciones políticas, comentó, en entrevista con el gran Bill Mayers, que la falta de una fiscalización penal de los ejecutivos por las autoridades aquí es alarmante, “porque el estado de derecho no es en verdad estado de derecho si no se aplica a todos por igual. Digo, si vas a encarcelar a alguien por tener un churro de mota en el bolsillo, no puedes dejar ir a ejecutivos de HSBC por lavar 800 millones de dólares para los narcotraficantes… A la larga… el tejido de la sociedad se deshace cuando algunos son encarcelados y otros no…” En los hechos, afirma, el mensaje de estas decisiones del gobierno de no proceder penalmente es que los altos ejecutivos de estas empresas son demasiado poderosos para encarcelarlos.
Hablando de relaciones íntimas alarmantes, en este país de Dios (donde cada billete de dólar dice En Dios confiamos y cada discurso político concluye con Dios bendiga a Estados Unidos), la institución religiosa más grande del país continúa abrumada por sus pecados.
La semana pasada la Iglesia católica fue obligada a reprobar públicamente a una de sus figuras más reconocidas, el cardenal Roger Mahoney, ex arzobispo de Los Ángeles, la diócesis más grande del país, por encubrir decenas de casos de abusos sexuales de menores por sus curas durante años. Su castigo: de ahora en adelante tiene prohibido hablar en público; a la vez, su ex asistente Thomas Curry fue obligado a renunciar como obispo regional de Santa Bárbara.
En uno de los casos, un cura había abusado sexualmente de varios menores, hijos de inmigrantes indocumentados, y por lo menos a uno lo amenazó con la deportación si hablaba. Mahoney, quien se jubiló hace dos años después de servir desde los años 80 en Los Ángeles, se había reunido hace unos años con casi 100 víctimas de estos curas y desde entonces ora por cada uno de ellos todos los días.
La cúpula político-empresarial-religiosa estadunidense afirma día tras día que todo lo que hace es para el bien no sólo de este país, sino del mundo. A estas alturas, y como van las cosas, acabarán siendo los únicos que creen en la santidad de su trinidad.
Fuente: La Jornada