Por Héctor Tajonar/ Proceso
Llegan a su fin los dos gobiernos presididos por el PAN, acompañados de un evidente rechazo del electorado, una decepción creciente ante las expectativas frustradas de la alternancia de 2000, así como por una mezcla de abatimiento e indignación frente a la brutalidad sin límite de una violencia interminable. Deplorable final, surgido de una triple traición: a los valores fundacionales de ese partido, a la esperanza de los ciudadanos que los llevaron al poder y a la transición democrática. No es hipérbole, ni tampoco es necesario ser trotskista para argumentar que, en efecto, se trató de una traición, es decir, de una “falta que se comete quebrando la fidelidad o lealtad que se debe tener o guardar” (DRAE), en este caso, hacia una democracia digna de ese nombre.
El cambio democrático ocurrido en el 2000 trajo consigo un mayor pluralismo político, equilibrio de poderes; nuevas instituciones electorales, transparencia y rendición de cuentas, así como ampliación de libertades sociales. Sin embargo, el legado del priismo hegemónico compuesto por estructuras de poder y elementos de cultura política autoritarios fue asimilado, no enfrentado, por los mandatarios panistas. Pasamos de un presidencialismo autoritario a una Presidencia sin autoridad, que no sólo erosionó a la institución sino provocó el debilitamiento del Estado frente a los poderes de facto. La complacencia ante dichas perversiones y disfunciones no favorecen la consolidación de la democracia.
Ayuno de ideas y principios, Vicente Fox personificó la rusticidad unida a la frivolidad, dos de las características más deleznables que pueda poseer un gobernante. Inducido por las cúpulas empresariales y con el apoyo de las televisoras concesionadas, el Presidente de la alternancia cometió una intolerable falta contra la democracia: haber tratado de eliminar de la contienda presidencial de 2006 a Andrés Manuel López Obrador. Por temor a que las airadas protestas contra ese atraco desembocaran en un conflicto social de dimensiones mayores, el mandatario se vio obligado a recular y el procurador a dimitir. Pero el mal estaba hecho. La maniobra antidemocrática tuvo efectos opuestos a los planeados por el presidente panista y sus secuaces en su propósito de “chingarse al Peje”. La popularidad de López Obrador aumentó, el electorado se polarizó y se abonó la ruta hacia un conflicto poselectoral, cuyos efectos marcaron todo el sexenio.
Ante el exiguo y dudoso margen de su victoria, Felipe Calderón convirtió al “Haiga sido como haiga sido” en principio axiológico de su gobierno. En la búsqueda de una legitimidad que no logró en las urnas, inició la “guerra contra el narcotráfico” sin un diagnóstico certero del enemigo ni una estrategia sólida, a la que se aferró con las trágicas consecuencias que padecemos. A partir del primero de diciembre, Felipe Calderón enfrentará el juicio de la Historia. Logros como el equilibrio macroeconómico, la inversión en infraestructura o la cobertura universal en salud, serán eclipsados por el estigma que lo identifica desde ahora como el Presidente de los más de 80 mil muertos.
El mimetismo autoritario adoptó varias formas. Ambos presidentes panistas acariciaron la posibilidad de revivir una versión disminuida del dedazo, máxima expresión del poder presidencial priista. ¿Cómo olvidar el amoroso anhelo de Fox por impulsar la candidatura de la señora Marta para sucederlo en el averiado trono de Los Pinos? Ante la imposibilidad que cristalizara su deseo, el delfín sustituto fue derrotado en la elección interna del PAN por quien, por unos días más, ocupa la silla presidencial.
Calderón gobernó con sus cuates. Tras la trágica muerte de su más cercano amigo, Juan Camilo Mouriño, el mandatario promovió la candidatura de Ernesto Cordero, quien fue vencido por Josefina Vázquez Mota en la interna de su partido, a pesar de haber contado con el apoyo presidencial (¿o como consecuencia de ello?). Ante el dilema de apoyar la Alianza para la Calidad de la Educación o a la alianza con quien le dio los votos para llegar a la Presidencia, Calderón no vaciló en ratificar su pacto con la dueña del sindicato más numeroso y rico de Latinoamérica, devolviéndole su mando indisputado sobre la educación pública del país. Ello representa un caso paradigmático de la vigencia del corporativismo sindical, derivado de la organización sectorizada del PRI.
Frente al perenne conflicto entre ethos y cratos, Fox y Calderón optaron por un pragmatismo oportunista y pedestre, como lo muestra otro de los grandes fiascos de sus administraciones: el combate a la corrupción. Por falta de voluntad política y fragilidad de las instituciones de justicia, el imperio de la impunidad siguió prevaleciendo sobre el imperio de la ley. En materia de libertad de expresión, ambos panistas se comportaron igual que López Portillo ante Proceso, lo cual mereció la condena de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. El acecho contra Carmen Aristegui es otra prueba de la intolerancia calderonista.
La falta de legitimidad electoral hermanó a los gobiernos de Salinas y Calderón. Uno empezó con el Quinazo, y el otro con la guerra contra el narco; los dos sexenios tuvieron un sangriento final. Asimismo, ambos promovieron la quema de las boletas electorales de los respectivos comicios presidenciales (1988 y 2006). Salinas utilizó como portavoz a Diego Fernández de Cevallos. La táctica presumiblemente ordenada por el gobierno de Calderón fue más sutil y silenciosa, y quien la promueve es el IFE. Hasta ahora, la destrucción de dichos documentos no ha ocurrido debido a la demanda interpuesta ante la ONU por Rafael Rodríguez Castañeda, director de este semanario.
Un dato del Latinobarómetro 2011 resume lo aquí esbozado: México es el país de la región más insatisfecho con el funcionamiento de su democracia. Obviamente, la responsabilidad no es sólo de los presidentes panistas sino de todos los actores políticos. Aun así, pese a la decepción y el agravio, el impulso y la exigencia democráticos persisten, fortalecidos.
Fuente: Proceso