Por Javier Sicilia
La lucha encabezada por la CNTE ha sido, en primer lugar, un síntoma más del desastre y la emergencia nacionales. Al igual que muchos movimientos sociales del país, la CNTE, con justas razones que el poder no se tomó la molestia de escuchar para realizar la reforma educativa, se apoderó de la Ciudad de México. También, y en contradicción con esas razones, la estranguló bajo el uso irracional de su fuerza movilizadora. Lejos de hacerse escuchar y ganarse la simpatía ciudadana, su palabra se ha ido perdiendo llevada por el río de una indignación sin cauce que la propaganda y la prensa se han encargado de magnificar. Ajena a una profunda táctica no-violenta, terminó, bajo la presión del poder, por retirarse del único bastión ganado legítimamente: la plancha del Zócalo de la Ciudad de México.
Ha sido igualmente, y en segundo lugar, otra expresión de la inoperancia del poder en su rostro priista, que se ha caracterizado por el desprecio y la lejanía de la vida ciudadana.
A la administración de Enrique Peña Nieto, que se ha convertido en un montón de discursos vacíos e intransigentes bajo el disfraz de la unidad democrática del Pacto por México –en realidad una reedición del asentimiento bovino de la antigua aplanadora del PRI–, las demandas de los maestros nunca le han importado. No ha dejado de oponerles la sordera del poder y de una reforma educativa votada a espaldas de la realidad, de las necesidades del país y de un real ejercicio de consensos democráticos. Tampoco le han importado las molestias causadas por las protestas de la CNTE a los ciudadanos. Frente a ellas no dejó de utilizar el disfraz de la democracia y de la libertad de expresión.
Lo que le ha importado es su imagen. Obnubilada por el mundo de la virtualidad y del juego mediático, la administración de Enrique Peña Nieto ha querido gobernar con un cambio de percepción y no de la realidad. Contra ésta, que es la violencia, la impunidad, la injusticia, la fragmentación, el descontento y el precipicio del estallido social, ha creído que un discurso y una imagen de fuerza cambian lo real. Así, después de tolerar las demandas de la CNTE que nunca escuchó ni tuvo la intención de negociar; después de destrozar bajo el estrés, el enojo y la impotencia a los ciudadanos, amparándose en la tolerancia democrática, decidió, para los festejos de la Independencia, desalojar con el gobierno del DF a la CNTE de la plancha del Zócalo.
Su objetivo no fue devolverle al país su estado de derecho –eso sucede sólo en el internet de su imaginario y de la virtualidad de su discurso–, sino continuar intentado cambiar la percepción. Obstinada en ello, la administración de Peña Nieto ha creído que al desalojar el Zócalo nos demostró la capacidad negociadora de un Estado fuerte. Ha creído también que al celebrar el símbolo decimonónico de la Independencia –una de las fiestas donde el viejo PRI, como un obsceno pavorreal, alardeaba de su poder– la preserva. La realidad, que es concreta y dura, dice, en cambio, que el Estado no existe porque hasta ahora ha sido incapaz de garantizar la seguridad, la paz y la justicia –condiciones fundamentales de su existencia real–. Dice también que la Independencia dejó de ser bajo el embate del neoliberalismo y del impulso de las reformas estructurales del peñismo que, orientadas hacia la subordinación del país a los poderes globales, incluyendo los del crimen organizado, continúa la rápida degradación de la autonomía nacional.
El triunfo del desalojo de la CNTE de la plancha del Zócalo y la exaltación del dispendio y el poder que la sustituyó durante el 15 y el 16 de septiembre han sido, como todo intento de cambiar la percepción sin cambiar la realidad, un triunfo pírrico, una mentira más, un estado de drogadicción imaginaria, una falsedad, una trampa tan atroz y profunda como la del delirio alcohólico, cuyos costos se miden en sufrimientos inmensos. Detrás de ese sueño virtual, la realidad sigue siendo el crimen, la destrucción sistemática de los tejidos sociales, el servilismo ante los poderes fácticos del mundo global, la reconstrucción de un Poder Legislativo bovino y obediente al garañón de la Presidencia, la balcanización del país por las fuerzas de los poderes en disputa, el ensanchamiento de los abismos sociales, la impunidad, el sufrimiento y el riesgo cada vez mayor de estallido social. En síntesis, la retardación de la catástrofe.
La política de la administración de Enrique Peña Nieto ha dejado de ser lo que aparentó al inicio de su gobierno, una mediación, para convertirse en la continuación del ejercicio del estado de excepción donde cada individuo debe asumir, en la simulación de un cambio de percepción, su condición de ser subordinado, desechable, usable por cualquier tipo de poder.
En la realidad, sin embargo, hay un volcán que no encuentra su respiradero y que bulle incontenible. ¿Sabremos dominar esa fuerza para orientarla y escapar de las trampas con las que un poder extraviado pretende gobernarnos? Ese es el reto que tenemos para hacer posible la justicia en un mundo injusto y envenenado por las desgracias del siglo y sus construcciones imaginarias.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
Fuente: Proceso