Por Jenaro Villamil
En la sociedad del espectáculo, escribe Guy Debord, lo importante es la apariencia no la esencia de los rituales del poder. Es un mundo “realmente invertido”, donde lo verdadero es un momento de lo falso, lo importante no son sólo el conjunto de las imágenes sino la relación social entre las personas mediatizada por las imágenes.
“El espectáculo es el discurso ininterrumpido que el orden actual mantiene sobre sí mismo, su monólogo autoelogioso. Es el autorretrato del poder en la época de su gestión totalitaria de las condiciones de existencia”, definió Debord en el texto clásico de los situacionistas La Sociedad del Espectáculo.
Al revisar los apuntes de este extraordinario ensayo, observamos en el arranque del gobierno de Peña Nieto no sólo un ritual acorde con los presupuestos del espectáculo televisivo (el montaje del poder en cada escena, en los mensajes compactados para ser recordados en frases mercadológicamente estudiadas, en la toma de posesión con el lente televisivo cerrado a la imagen del futuro mandatario) sino del espectáculo del poder.
El gran espectáculo del poder al que asistimos es la expropiación de los símbolos que parecían debilitar el ascenso de Peña Nieto y su transformación en “acuerdos”, en pactos cupulares para reconstruir desde sus cenizas el desvencijado mito del presidencialismo fuerte y de consenso.
Durante sus siete años de ascenso hacia la presidencia, el fenómeno Peña Nieto se basó en tres ejes principales (no los únicos, pero sí los más documentados): el convenio con Televisa; la alianza con Elba Esther; y el apoyo del salinismo.
“Es una mesa de tres patas. Y esas tres patas son las que lo llevarán hasta la presidencia. Lo de menos es el exceso de dinero. Lo más importante es la alianza con estos tres poderes fácticos”, me confió un experimentado dirigente priista, cuando sintetizó el ascenso de Peña Nieto.
Parecería contradictorio que en el Pacto por México, esa hoja de ruta y de promesas (sólo les faltó el notario público, a la usanza del estilo mexiquense), Peña Nieto pretenda afectar o influir sobre estos tres poderes: la primera reforma constitucional concreta busca restarle privilegios al poder del SNTE y de Elba Esther sobre el sector magisterial; se habla ya de una siguiente reforma al artículo 28 constitucional para abrir la competencia en televisión y telecomunicaciones; y al salinismo lo integró al gabinete con cuotas muy específicas y con candados claros.
Sin embargo, el poder operativo real estará en las subsecretarías. Todo indica que desde estos espacios la auténtica operación política, administrativa y de negocios estará en manos de la élite mexiquense y de los que forman parte del “círculo compacto” de Peña Nieto.
En broma, Julio Hernández, autor del Astillero en La Jornada, afirmó que la nueva denominación de la República mexicana será la de “Estados Unidos Mexiquenses”. La conformación real de todo el equipo de gobierno lo confirma. En el equipo de gobierno peñista no hubo espacio más que para reforzar la alianza con el Grupo Hidalgo (de décadas atrás una extensión del poder y los negocios del hankismo), con algunos otros grupos priístas (el de Beatriz Paredes, el de Manlio Fabio Beltrones y, sobre todo, el de Emilio Gamboa Patrón), y algunos nombramientos para ratificar cierta continuidad con el calderonismo en materia hacendaria.
En Sin Embargo MX, Jorge Zepeda reflexionó sobre la veracidad o no de los “quinazos” que Peña Nieto pretende aplicar a los llamados poderes fácticos. Concluye que son una especie de “coscorrones” para limitar sus excesos. En buena medida, de eso se trata el espectáculo del Pacto Peñista: subordinar nuevamente a esos “poderes salvajes” al eje presidencial, y no necesariamente democratizarlos.
¿Lo logrará? Ésa es la pregunta clave. El inicio de su administración nos mostró claramente cuáles son los escenarios y los límites de este “espectáculo”: por un lado, el de Palacio Nacional con las élites atentas a su propio reciclaje; por el otro, provocaciones vandálicas en las calles para justificar excesos policiacos contra la población civil que ejercía su elemental derecho a transitar o a protestar.
En otros tiempos, bastaba con maquillar los consensos, incorporar los disensos o simplemente ignorar las expresiones de disidencia. Fueron los tiempos en que el sistema político garantizaba su permanencia o su equilibrio. Fueron los tiempos en que bastaba el control informativo a través de la televisión para evitar la deliberación ciudadana.
El Pacto por México es un gran espectáculo que busca la apariencia de transformación y democratización para reafirmar la presidencia de Peña Nieto. Maquiavelo se ha puesto el copete, pero no sale del monólogo autoelogioso.
Fuente: www.homozapping.com.mx