La signatura pendiente

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Por Ilán Semo

La propuesta de Felipe Calderón de cambiar el nombre de Estados Unidos Mexicanos –que consagraron las diversas constituciones del país desde 1824– por el de México ha causado las reacciones previsibles de todo lapsus político: desde lo hilárico hasta lo jocoso o el simple desdén, el juego de la política acepta con ironía las fugas de lo estrambótico. Pero no lo estrambótico en sí. No es que no sea el momento de rebautizarnos. Tan mal nos ha ido en la historia reciente, que al menos del nombre se podría prescindir. Pero en una sociedad enfrascada en las incertidumbres de una sucesión presidencial, una guerra contra el crimen organizado que no se detiene y las sombrías expectativas que le depara el retorno del PRI a Los Pinos, nada parece más irrelevante que la exótica idea de alterar nuestra acta de nacimiento.

Cierto, el nombre es en cierta manera destino, pero Acción Nacional nunca quiso aceptar el desafío de cambiar precisamente la historia de ese destino. Un solo guiño –en dos sexenios de un régimen que evadió todas las formas del cambio– para producir una nueva Constitución, por ejemplo, o para impulsar una reforma de Estado o para encontrar alternativas a la organización de los países del continente, habría bastado para desatar efectivamente el debate sobre la refundación nacional. Pero nada de esto sucedió. Es como si se quisiera signalizar toda una historia por la envoltura con la que se ofrece. Sin duda, cabe aceptar que en el caso de las naciones, las signaturas importan. Y mucho. ¿Pues qué representa su nombre sino la coda de su propia identidad?

Hay, sin embargo, en la exótica (o inocua, como se quiera) propuesta de Calderón el síntoma de un efectivo lapsus histórico, una suerte de retorno ansioso de una apelación denegada desde el siglo XIX, que el mandatario aprendió seguramente en su formación en los círculos conservadores a los que tanto quiso proyectar durante su gestión.

Como lo ha mostrado el historiador Alfredo Ávila (véase por ejemplo, El País, 25/08/10), el término de México data de la antigüedad tardía de la cultura de Tenochtitlán. En la primera mitad del siglo XVI, se uso para designar a la ciudad que se erigió en su sitio. En un mundo donde los dominios de los reinos recibían la designación de los centros de sus jurisdicciones, aparecieron denominaciones como América mexicana para figurar los territorios que se encontraban al norte o el seno mexicano (el Golfo de México) hacia el oriente. A lo largo del virreinato, México siguió siendo la signatura de la cabecera del reino de Nuevo España, una de las grandes urbes de la era barroca (y no sólo en el Nuevo Mundo).

Hacia fines del siglo XVIII, sus usos cambiaron. La obra de Clavijero –en particular su Historia antigua de México–, así como ese imaginario protonacional que se incubó en el mundo criollo, codificaron una inversión: antes de que existiera formalmente a partir de 1821, México ya era una historia. Un cúmulo de narrativas prenacionales que legitimaron los pasos hacia la Independencia. Esta es precisamente una de las características de la historiografía moderna: la representación del pasado como una antesala inmediata del futuro. Pero ni el rebelde Hidalgo ni los insurgentes que se le unieron emplearon el nuevo nombre. En la utopía independentista América representa la signatura que domina las salidas al colapso de 1810; después será sustituido por el concepto de Anahuac.

Fue irónicamente el imperio fallido de Iturbide el que formalizó las primeras signaturas de la nueva nación, que se imaginaba no como un Estado-nación sino como una forma de monarquía. En los debates previos a la Constitución de 1824 hace su aparición la disyunción entre el nacimiento de una tradición republicana y sus opositores. Bajo el emblema de Estados Unidos Mexicanos se entiende mucho más que un silogismo con lo que ha sucedido en la emancipación colonial del país del norte con respecto a Inglaterra: se entiende sobre todo una vocación federal (o federalista) y una suerte de sueño antibonapartista (que acabará dominando a todo el imaginario político de la época). En la época, el término México lo emplea el antirrepublicanismo, el centralismo conservador. Un término desprovisto de sus clivajes liberales y republicanos contiene todas las posibilidades para dar cabida a formas de poder no modernas.

¿Por qué habría que cambiar el nombre de esa República (casi dos siglos después) en 2012? Frente a la restauradora versión del neocentralismo, ¿no habría acaso que pensar en una disyuntiva que ya no fuese la que elaboró una tradición liberal autoritaria que siempre falló precisamente en el ámbito del pacto federal? O más general: en una signatura que no tuviese como énfasis al Estado en su centro (como en Estados Unidos Mexicanos), sino en la figuración de una sociedad entendida como una comunidad que está por venir.

Una sociedad donde la soberanía no estuviese depositada en el fantasma del término pueblo, un fantasma que no hace más que apelar al Estado como orden, sino en la realidad de sus vocaciones ciudadanas. ¿Por qué no cambiar efectivamente de nombre, o de signatura, pero haciendo énfasis en esa comunidad que imaginamos como ruptura del tiempo presente? Un nombre acaso como: ¿Comunidad Estados Mexicanos? Así, la discusión valdría la pena.

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