Por Epigmenio Ibarra
Más allá del calado real de la reforma de telecomunicaciones. Más allá incluso de la urgente y necesaria reordenación de la industria de la tv (a la que, desde mi punto de vista, renunció el Legislativo) para que la inaudita, insana, peligrosísima concentración de concesiones, frecuencias, canales, sistemas en las manos de solo dos personas deje de constituir uno de los más pesados lastres para la democracia en México. Más allá de las expectativas que la reforma ha producido y la cantidad exorbitante de minutos aire y líneas ágata que ha consumido hay, me parece, un asunto literalmente de vida o muerte al que, súbitamente, ya no se presta ninguna atención.
Justo en medio del vendaval originado por la reforma ha salido Enrique Peña Nieto a pedir plazo de un año —¿cuántos muertos más?— para resolver el problema de la violencia en nuestro país. Una violencia que no cesa y que todos los días cobra vidas a lo largo y ancho del territorio nacional. Una violencia que, con la reforma como señuelo, ha pasado a un segundo plano como si no estuvieran cayendo víctimas de las balas del crimen y del fuego cruzado mexicanas y mexicanos, como si la guerra hubiera sido solo un arrebato retórico, una invención de Felipe Calderón.
Nada es, me parece, más urgente y prioritario que la vida, que atender el asunto de la violencia, que detener la sangría. Cuando se han sufrido más de 70 mil muertes y casi 30 mil desaparecidos, cuando tantas decenas de miles de mexicanas y mexicanos han sido desplazados de sus lugares de origen, cuando se vive una crisis humanitaria de enormes proporciones por los asesinatos, desapariciones, secuestros de miles de migrantes que se ven obligados a cruzar México es, por decir lo menos irresponsable, por parte de quien gobierna, no concentrarse de tiempo completo en la resolución de este problema.
En la guerra los plazos se pagan siempre con sangre y esa sangre suele ser de los jóvenes y de los más humildes. En el discurso de Peña Nieto, en el afán de bajar importancia mediática a la guerra contra el narco, subyace, me parece, una intención de “normalización” de la violencia tanto o más nociva que la “normalización” de la muerte que traía aparejado el “se matan” entre ellos de Felipe Calderón. Habría que preguntarles a las víctimas qué piensan del plazo que pide Peña Nieto. Habría que preparar la cantidad de ataúdes necesarios para satisfacer los ímpetus criminales durante estos 12 largos meses que tenemos por delante.
Más allá del México “exitoso”, del México que busca “modernizarse” está el México bronco, oscuro, ensangrentado. El de la balacera y el derecho de piso. El de la zozobra y el miedo. El que, ante la ausencia del Estado, busca armarse y hacer justicia por propia mano, consumando así el colapso institucional. Ese que los extranjeros siguen viendo, del que siguen hablando, del que previenen a sus ciudadanos aunque los medios nacionales, enfrascados en otros debates o francamente alineados con el régimen, callen su existencia. Ya sin spots la guerra continúa. Ya sin la indigna estridencia de Felipe Calderón continúa, todos los días, engrosándose la lista de muertos, de levantados, de desaparecidos.
No digo que un asunto tan complejo pueda resolverse de la noche a la mañana. Menos que se trate de una solución que descanse única y exclusivamente en la aplicación de la fuerza del Estado. Digo que resulta insultante, casi tanto como las diatribas bélicas de Calderón, ese discurso machacón, superficial, típico de publicistas, plagado de esloganes, del gobierno de Peña Nieto. Nos quieren vender una realidad que, desde sus oficinas blindadas, rodeados de guardias, solo ellos creen y viven. Su prioridad, como tampoco la fue de Felipe Calderón, no es la vida, sino, en este caso, el negocio, la consolidación de la imagen de un gobierno reformador y exitoso.
Combatir la violencia implica, necesaria y urgentemente, el combate de las causas que la generan. Librar la batalla para ganar al narco mentes y corazones exige no solo el abandono de la doctrina contrainsurgente, sino la creación de condiciones materiales, de oportunidades, empleo, educación, cultura, servicios de salud, condiciones de vivienda digna para esos millones que no tienen futuro alguno; que son, recordando a Frantz Fanon, los condenados de la Tierra y en tanto que condenados los más expuestos a la ley de plata o plomo del narco.
En un país como el nuestro, marcado por la desigualdad, desquebrajado por la marginación y la pobreza de más de la mitad de sus pobladores es esta una tarea colosal que implica una energía, una entrega y una capacidad, por parte de los gobernantes, por completo inédita en México. No conocemos servidores públicos con esos tamaños. Ajenos a la lisonja y a la hipnosis de la pantalla de la tv. Todo aquí se hace por y para la “imagen pública”. Gobiernos de pantalla son los nuestros en una realidad dolorosamente jodida que no aparece jamás en esa pantalla.
Si un solo pacto ha de celebrarse por México, ese ha de ser contra la corrupción y la impunidad, los males endémicos de nuestro país; origen último de la violencia que padecemos. De ellas nace y se alimenta el narco. Por ellos la línea entre política y delito se adelgaza tanto que desaparece. A otros dejo el debate sobre el futuro de las comunicaciones. Yo vuelvo a poner el dedo en el mismo renglón: Por la vida, contra la muerte.
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Fuente: Milenio