“En los tiempos actuales, de alternancia y pluralidad, debemos valorar el papel de la política como el medio idóneo para instaurar plenamente condiciones de justicia y democracia en la vida pública, mediante el diálogo y el entendimiento”, escribe Luis H. Álvarez, expresidente nacional del PAN (1987-1993) en el libro Júbilo y esperanza. Correspondencia entre Manuel Gómez Morin y Luis H. Álvarez (1956-1970). El siguiente es un fragmento del libro publicado por el Fondo de Cultura Económica, un diálogo abierto entre Don Luis y el fundador del PAN, ambos chihuahuenses.
Por Luis H. Álvarez
En momentos de reflexión suele buscarse el consejo o el punto de vista de personas cercanas. Ubicado en estos tiempos en esa tesitura, surgió vigorosamente en mi fuero interno el nombre de don Manuel Gómez Morin, uno de mis mejores amigos y prácticamente un segundo padre para mí. Tenía él 59 años de edad y yo 36 cuando nos conocimos en la ciudad de Chihuahua, capital de nuestro estado natal. Avecindado en Ciudad Juárez, donde desempeñaba actividades empresariales, a invitación de amigos que militaban en Acción Nacional acudí en abril de 1956 a una reunión en la que se elegiría al candidato de esa fuerza política al gobierno del estado. Fui por curiosidad, por ver cómo se realizaban ese tipo de encuentros, qué asuntos se trataban, qué tipo de personas acudían. Sabía que estaría ahí don Manuel, de quien sólo conocía su bien ganado prestigio, apuntalado por su brillante trayectoria intelectual y su destacado trabajo en diversas instituciones públicas. Mi sorpresa fue mayor, cuando en un momento tenso de la convención él llegó hasta mí con su sonrisa cálida, con su brazo derecho que recientemente se había lastimado en un cabestrillo, y con sus palabras cordiales para decirme, sin mayores preámbulos: “Señor Álvarez, soy portador de una invitación que los panistas de Chihuahua le formulan para que usted forme parte de la lista de precandidatos”. Sin reponerme de la sorpresa, alcancé a decirle que no era mi intención participar en esa reunión y que él mismo no me conocía. Con el tono amable que le era característico, respondió: “En efecto, yo no lo conozco, pero los panistas de Chihuahua dicen conocerlo y lo están proponiendo”. Luego de meditar sobre la situación política prevaleciente entonces en la entidad y la necesidad de pasar de opiniones críticas a la acción cívica, decidí aceptar, y mi asombro aumentó cuando por voto mayoritario fui electo candidato a gobernador del estado. Así comencé mi actividad política hace 58 años.
Creo que don Manuel se sintió, de algún modo, corresponsable de esa decisión que cambió el curso de mi vida. Por tanto, asumió la tarea institucional, pero también personal y crecientemente afectiva, de intercambiar conmigo puntos de vista políticos e ideológicos a través del diálogo directo, llamadas telefónicas y numerosas cartas. En los primeros días de 2013, reuní y volví a leer la correspondencia que tuvimos desde abril de 1956 hasta 1970, dos años antes de su fallecimiento. Volví a sentir el fuego y la ternura de sus palabras. Su decidida vocación democrática que movió y sigue moviendo almas. Tengo la firme convicción de que en tiempos actuales dichas palabras tienen vigencia. Por ello, decidí hacer una selección de las cartas con que cuento en mi archivo y compartirlas. (…)
Desde la primera carta que me envió en 1956, se advierte en don Manuel la concepción de la política, entre otras acepciones de profunda raigambre ética, como júbilo y esperanza. Eran tiempos aquellos que nos tocó compartir, en una perspectiva, de derrota tras derrota, de fracaso tras fracaso, de golpe recibido tras golpe recibido. Sin embargo, don Manuel reivindicó siempre la alegría y el gozo que debe sentirse por elegir libremente y defender la verdad, la justicia y la democracia, valores intemporales por los que habrá de lucharse siempre. Y refrendó una y otra vez la esperanza, sustentada en la firme convicción de que las cosas cambiarían y serían mejores para todos. Por eso, he decidido reunir estas cartas bajo el título de La política: júbilo y esperanza. (…)
El problema esencial de México es el de sus contrastadas condiciones de vida. Mientras pocos disfrutan de pleno bienestar, hay, por otro lado, un pueblo abrumado de carencias y necesidades, que padece marginación, discriminación, falta de oportunidades y que está anhelante de una vida común basada en la justicia. Por ello, Gómez Morin subrayó siempre la importancia de decir en forma sencilla y directa, la más adecuada para expresar verdades fundamentales, cuáles son los problemas básicos del pueblo mexicano, así como manifestar la ardiente convicción de que sus justas demandas pueden y deben ser atendidas, ya que está a nuestro alcance hacerlo si nos lo proponemos y organizamos una vida común limpia y ordenada, con autoridades responsables. Los factores básicos de las privaciones, la ignorancia y la pobreza en la que viven millones de mexicanos tienen origen en la política. Mucho debe decirnos el que nuestro país cuente con algunos de los hombres más ricos del mundo y también con no pocos de los más miserables. Mientras haya quienes carecen de lo más necesario para una vida digna, no podemos sentirnos satisfechos ni como personas ni como país, porque esas asimetrías no existen por sí mismas, por fatalidad abstracta, sino que resultan de nuestras acciones u omisiones, del conformismo, la autocomplacencia o la molicie. (…)
Quienes hemos tenido mayores oportunidades estamos más obligados a trabajar para tener un pueblo unido, consciente, organizado y positivamente inconforme, que implacablemente denuncie y combata posibles abusos de poder y exija los servicios que él debe darle y lo llame a cuentas. De esa manera, don Manuel remarcaba que no podemos lamentar indefinidamente que las prácticas sociales que atentan contra el bien común existan, quedándonos en nuestras casas a murmurar y a sufrir la humillación y todos los daños que ocasionan, sino decidirnos a cumplir nuestro deber y a usar nuestro derecho ciudadano para combatirlos. Así, la acción política debe grabar imborrablemente en el alma del pueblo la certeza de que es nuestro deber y nuestro derecho, y está en nuestra posibilidad, lograr las condiciones adecuadas de una vida común de bienestar; hacer genuina la representación política e instaurar autoridades legítimas y verdaderas.
Cuando la ciudadanía y el pueblo, unidos, deciden hacer valer resueltamente su derecho, y cumplen organizadamente su deber, nada puede impedir la realización de sus objetivos. Gómez Morin ponía de relieve que la batalla cívica no debe moverse por el odio ni mezquinos intereses personales o de grupos. Sólo debe alentarla el afán de que los recursos físicos y humanos del país sean utilizados para el bien común; de que todas las mujeres y todos los hombres y todos los niños de México, aquí y ahora, y no en promesas vanas, tengan casa, vestido, sustento, educación, y también la paz, la libertad y la seguridad que anhelamos tanto para nuestra vida colectiva, como para la familiar y personal. Nadie que piense en el porvenir que vendrá para sus hijos debe dejar de luchar con fervoroso empeño por el derecho, la dignidad y el bien de México. Nadie debe ser indiferente ante los desafíos del presente. (…)
Consideraba don Manuel que la alegría profunda del quehacer político estriba en asumir las causas comunes que se han adoptado libremente porque son nítida y ordenada expresión de convicciones y anhelos propios. México merece vivir dignamente y cumplir cabalmente su destino de grandeza y la lucha por lograrlo debe ser alegre, porque debe sustentarse en la adhesión a los valores de justicia. Una lucha así invita a levantarse con ánimo contra el conformismo y la desesperanza.
Advirtió que no son el rencor ni el espíritu de venganza las fuerzas que han de mover nuestro ánimo, sino la serena certidumbre de que se ejerce un derecho y se cumple un deber para lograr que la miseria, la ignorancia y las desigualdades desaparezcan, como es posible y debido lograrlo, de nuestra vida común. La acción política debe ser lucha jubilosa; con la alegría de la libertad como bandera. La alegría de la adhesión sincera, de la convicción arraigada en el alma, del trabajo espontáneamente ofrecido, del riesgo voluntariamente aceptado para decir la verdad; para hacer patente que nada logrará matar en México el anhelo de libertad, que es cimiento de nuestra vida, de nuestra cultura, de nuestro ser como personas y como nación. Una lucha como ésta concita a la acción de mujeres y hombres que, venturosamente, han conservado intacta esa virtud juvenil que es la esperanza. Y si todos entienden su deber, decía don Manuel, y lo cumplen no sólo con entusiasmo, sino con organización, con resuelta alegría, nada podrá frenar el avance cívico. Al comprometer la vida en esa lucha, se debe procurar nada menos que el milagro de seguir siendo iguales y de seguir siendo diferentes; idénticos en los principios y distintos en las circunstancias políticas que implican la grave responsabilidad de ser núcleo de tantas voluntades y de tantas esperanzas. Y el campo de la lucha, porque así hemos querido escogerlo y porque es el único adecuado para la auténtica victoria, es el campo del derecho y de la verdad.
Don Manuel subrayaba que es deber ineludible limpiar la vida pública, instaurar autoridades legítimas y hacer que las instituciones no sólo estén escritas en el papel, sino realmente vivas en el corazón y en la conducta de todos los mexicanos. (…)
Don Manuel manifestó reiteradamente su profundo amor al pueblo. Siempre quiso verlo iluminado por valores eternos, conservados y defendidos con firmeza; en pie, contra todo tipo de tiranía. Coincidimos en que nada hay más agradable que compartir la sencillez del pueblo, en el contacto directo y sincero, sin barreras o limitaciones, en la unidad de aspiración, de riesgo y de fervoroso empeño. Sin embargo, nuestras acciones u omisiones han derivado en que millones de personas estén aun alejados de oportunidades de trabajo digno, salud, educación y desarrollo.
Los rezagos que todavía presentan miles de comunidades indígenas en el país y las condiciones de vulnerabilidad o la discriminación que afectan a mujeres, niños y adultos mayores que culminan una vida de esfuerzo en el desamparo, nos dicen que no hemos hecho bien muchas cosas, que nuestros esfuerzos han sido insuficientes, que debemos hacer mucho más para mejorar nuestra democracia, nuestra vida institucional y todos aquellos elementos de nuestra vida pública que hacen posible el pavoneo de la injusticia, la corrupción y la impunidad.
Esos males nos aluden a todos. Nadie debe ser indolente ante lo mucho que falta por hacer para alcanzar condiciones de justicia plena. Para lograr que los cambios necesarios se conduzcan en un ámbito de paz social, la ciudadanía organizada y activa tiene el deber ineludible de evitar los abusos que hacen posible tanta riqueza al lado de tanta miseria. La ciudadanía es el arma más poderosa y la única que puede conducir a la realización de las mejores esperanzas para la patria, porque los males de la nación sólo tienen fuerza en la medida en que los ciudadanos los toleran. En la lucha cívica debe buscarse el fecundo contacto con el pueblo, porque éste sabe claramente cuáles son los males sociales que sufre en su propia carne, en la angustia del porvenir de sus hijos. Un dato insoslayable, conmovedor si hay algo que lo sea, es que gran parte del pueblo que he visto resistir en la pobreza tiene esperanza y fe en México.
Por ello, en los tiempos actuales, de alternancia y pluralidad, debemos valorar el papel de la política como el medio idóneo para instaurar plenamente condiciones de justicia y democracia en la vida pública, mediante el diálogo y el entendimiento. Quien asuma así el quehacer cívico entenderá que es irrelevante hablar de victorias o derrotas partidistas. La lucha sigue siendo por justicia para todos y muy especialmente para aquellos que han padecido durante más tiempo los flagelos de la pobreza extrema, la discriminación y el olvido.