Por Javier Sicilia
No encuentro otras palabras para definir el gobierno de Felipe Calderón que las mismas con las que Alain Finkielkraut definió los totalitarismos de fines del siglo XX: un gobierno que hizo coincidir la burocracia –es decir, una inteligencia puramente funcional– con los poseídos –una inteligencia “sumaria, binaria, abstracta, soberanamente indiferente a la singularidad y a la precariedad de los destinos individuales”.
La diferencia, primero, es que mientras en los totalitarismos esa coincidencia se articulaba en una imagen deformada de la humanidad y del sentido de la Historia, en el gobierno de Calderón no existe imagen alguna de la humanidad ni de la Historia. Entre la burocracia del Estado y los poseídos lo único que reina, bajo el disfraz de la democracia y del progreso, es el poder puro, la disputa sin sentido de territorios, de dinero y de la vida humana como pura instrumentalidad. Segundo, mientras en los totalitarismos, burócratas y poseídos formaban parte de una estructura de Estado monolítica, en el de Calderón no se sabe dónde están: forman parte tanto del Estado como de la ilegalidad. Son, para recordar la imagen que Gustavo Esteva usó para definir la realidad de México, “un lodo” donde la mezcla de los elementos es tan densa que es imposible definir sus fronteras.
Quizás, el gobierno de Calderón, en su horror, sea el rostro más expresivo de lo que en realidad encubrían los Estados totalitarios y que quedó descubierto bajo la miseria de Estados liberales que han hecho de la idea del progreso, cuyos recursos son el dinero y el poder, la deidad: el vacío, la nada, el horror.
Pronto se irá Calderón, pero la burocracia y los poseídos se quedarán como un signo de los tiempos donde la violencia y el dinero usan a los seres humanos, sus culturas y sus territorios como instrumentos para la maximización y el sostenimiento de los grandes capitales. No es otra cosa lo que anuncian el gobierno de Enrique Peña Nieto, las partidocracias que sesionan en las Cámaras o en los recintos judiciales, los bancos, los empresarios corruptos y el entramado de las instituciones criminales. Se trata del poder y del dinero. Y para ello –mientras la clase política no entienda la dimensión de la emergencia nacional y la necesidad de volver a poner al ser humano, sus destinos individuales y su precariedad, en el centro de la vida de la ciudad– habrá que seguir sacrificando a los trabajadores, destruyendo el campo, vendiendo territorios, manteniendo la impunidad, ignorando el lavado de dinero y a las víctimas del crimen y del abuso del Estado, soportando que a la gente se le asesine de formas inimaginables, que se le desaparezca, se le venda y se le esclavice. Mientras el progreso basado en la maximización de los capitales y el poder sea, como alguna vez lo fue la Historia o la Raza, el único fin de la vida social y política, la violencia, el horror, la nada, el miedo, la desesperación, la instrumentalización de todo, serán, bajo el maquillaje jurídico de las libertades, nuestra atmósfera común.
Detrás de esta lógica sin sentido escucho resonar las palabras que el padre de Iván Grigorievitch, uno de los personajes de Todo pasa, de Vasili Grossman, le dirige a su hijo que llora frente a las ruinas del litoral del mar Negro que los rusos habían conquistado después de la guerra del Cáucaso: “El progreso exige víctimas”. Pero también, detrás de ellas, puedo escuchar como un eco las razones profundas del hijo: Las víctimas destrozadas por el progreso, y su recurso al dinero y al poder, no son externalidades económicas; son seres humanos, son familias, son vida real y concreta, son la economía en su sentido más real y profundo: “la casa y sus cuidados”. Sin ellos no hay vida, no hay tejido social, no hay solidaridad, no hay amor ni compasión, no hay casa.
Allí donde se levanta la abstracción del progreso, es decir, la nada del dinero, del poder y de sus complicidades criminales, los niños, los jóvenes y los viejos son instrumentalidades cuyo uso, legal o ilegal, hace correr la sangre. Es la fuerza pura como operatividad.
Pero si el progreso, que los Estados liberales asocian con el Bien, como otrora los totalitarismos lo hacían con la sociedad sin clases o la raza, no es el fin último de la sociedad, ¿qué le queda a la humanidad? Queda, dirá Ikinikov, otro personaje de Grossman, esta vez en Vida y destino, “la pequeña bondad”. “La bondad –dice Finkielkraut– de cada día, la bondad sin discursos, sin doctrina, la bondad de los hombres fuera del Bien religioso o social, el desinterés tácito, el gesto simple de un ser hacia otro ser, más allá o más acá de las generalidades y de las abstracciones”. La bondad de Las Patronas que cada día llevan un itacate a los migrantes que viajan en La Bestia; la del padre Solalinde y su gente, que los albergan; la bondad de una mujer que acompaña a una víctima a exigir justicia a una procuraduría; la de las comunidades y los pueblos que, contra cualquier dinero y poder, se cuidan entre ellos y protegen lo humano de sus mundos para que la vida pueda cicatrizar y florecer.
Una política que no coloque esa bondad como el centro de la vida social y del quehacer político será, como hasta ahora ha sido, la del horror y la ebriedad de la fuerza.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad, resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón y promulgar la Ley de Víctimas.
Fuente: www.Proceso.com.mx