Por Jaime Avilés*
Fragmento del libro AMLO, vida privada de un hombre público(2012)
Cuando estalló la mina de Pasta de Conchos, yo estaba en Puebla. Un niño indígena, que dormía en las calles y vendía paraguas, pero había remontado las cumbres de la adversidad para estudiar Derecho, hacerse abogado y militante del PRI, hasta ascender al cargo de gobernador del estado, acababa de ser descubierto como autor de una canallada imperdonable.
A petición de Kamel Nacif Borge, un empresario libanés, dueño de múltiples talleres de costura en la ciudad de Tehuacán, gracias a los cuales se ostentaba como el Rey de la Mezclilla, el ex niño indigente, ahora poderoso caballero, había mandado a Cancún a un grupo de agentes judiciales para secuestrar a una periodista.
Esa periodista era, sigue siendo, una de las mujeres más hermosas de México.
Muy joven, cuando era una de las muchachas más bellas del mundo, sufrió una salvaje agresión sexual que por poco le cuesta la vida. Desde entonces luchaba, y sigue luchando, por defender a las víctimas de los abusos sexuales.
Establecida en Cancún, donde por años mantuvo un centro de ayuda a mujeres golpeadas y violadas, Lydia Cacho Ribeiro documentó los múltiples abusos cometidos por otro magnate libanés, Jean Succar Kuri, en contra de menores de edad, y escribió reportajes y libros para denunciarlo.
Indiferente a las amenazas de muerte, a los atentados que ha sufrido, Lydia Cacho exigió a las autoridades de Quintana Roo que detuvieran y castigaran a Juanito, como llaman en Puebla, en Las Vegas y en Cancún, a Succar Kuri.
Para ayudar a Succar Kuri, Kamel Nacif levantó una denuncia contra Lydia Cacho en Puebla, y llamó por teléfono a su amigo, Mario Marín, a quien de cariño le decía “mi góber precioso”, para rogarle que la policía detuviera a la periodista, la encerrara en una cárcel y la pusiera al alcance de mujeres, también presas, para que la violaran con un palo de escoba.
Mario Marín accedió.
Lydia Cacho fue secuestrada en Cancún por policías poblanos a finales del 2005.
Aterrorizada, viajó por carretera con los judiciales sin saber qué se proponían hacerle, durante las interminables horas de un trayecto de más de mil 300 kilómetros.
La buena suerte, que nunca se ha separado de ella ni siquiera cuando peor le ha ido, tampoco la abandonó esa vez. En la cárcel, antes de ser atacada por las brujas de la escoba, otras internas la protegieron y la ayudaron a comunicarse con su pareja, un periodista que rápidamente la rescató.
En enero del 2006, alguien depositó en la recepción de La Jornada un paquete de cintas que habían grabado conversaciones telefónicas entre Mario Marín y Kamel Nacif.
Y La Jornada, apenas comprobó que eran auténticas, las dio a conocer.
El escándalo estaba en su apogeo cuando llegué a Puebla a escribir un reportaje acerca de Marín, del que nada sabía, salvo que era un pelele de los millonarios, un cobarde y un canalla.
Mis amigos de La Jornada de Oriente me ayudaron a enriquecer su perfil delictivo: además de vil, era nauseabundamente corrupto.
Una noche, cenando en un restaurante poblano con uno de los sabios que más aprecio y más respeto, el antropólogo Julio Glockner, vimos una transmisión de Televisa desde Pasta de Conchos. Decidí viajar inmediatamente a Monclova, la capital de la zona carbonífera de Coahuila, una de las regiones más tristes de México.
Atraído como las moscas por el olor a podrido, Felipe Calderón llegó a Puebla y, ante el palacio de Marín, sacó una tarjeta roja, como de árbitro de futbol, y “expulsó” de la cancha al Góber Precioso: simbólicamente, quiso decir que, en caso de ser favorecido por el voto ciudadano, lo encarcelaría.
Ah, cómo lo aplaudieron los escasos panistas que lo rodeaban. La foto del hombre con la tarjeta roja en alto fue publicada por todos los medios. Luego, Marín lo buscó y le ofreció un trato: el voto de los priístas poblanos a cambio de impunidad.
Calderón aceptó la oferta y Marín cumplió su promesa: el candidato del PRI, Roberto Madrazo, obtuvo en Puebla muchos menos votos que el panista.
Desde diciembre del 2006 y hasta el final de su sexenio, Mario Marín hizo y deshizo a su antojo y, en todas las ocasiones que pudo, salió retratado junto a Felipe en los diarios.
Hoy vive en Florida. Su fortuna personal asciende a 25 mil millones de pesos. Su hijo Mario reside en Austria; su cuenta bancaria contiene más de 15 mil millones de pesos.
* Fragmento del libro AMLO, vida privada de un hombre público, publicado en 2012 por nuestro director fundador, Jaime Avilés.
Fuente: Polemón