Por Anne Barnard/ NYT
El mundo parece estar profundamente desestabilizado por el caos y la incertidumbre, quizá más que nunca desde el final de la Guerra Fría.
Los líderes con tendencias autoritarias están en ascenso. Las alianzas en Occidente están tensas. El orden post Segunda Guerra Mundial se tambalea conforme los conflictos se extienden más allá de las fronteras, y las instituciones internacionales no están brindando soluciones. La democracia liberal misma parece estar sitiada por los movimientos populistas que desatan temor ante el islam e ira hacia el sistema establecido.
La guerra civil en Siria, cuyos efectos se han expandido más allá de las fronteras del país, ha motivado o exacerbado muchos de estos retos.
Ahora que está en su séptimo año, esta guerra a la que se ha permitido causar estragos durante tanto tiempo ha provocado no solo una indescriptible miseria para millones de sirios, sino que también ha impactado a todo el mundo.
Millones de sirios se han convertido en refugiados en países vecinos y en toda Europa. La idea de que el mundo no permitiría que ningún dirigente matara indiscriminadamente a sus propios ciudadanos ahora parece estar en franca retirada en un conflicto en el que más de 400.000 sirios han muerto. La respuesta del gobierno sirio amenaza con normalizar niveles de brutalidad estatal que no han sido visto en décadas.
“Siria no provocó todo”, señaló hace poco en una entrevista el disidente sirio Yassin Haj Saleh, un izquierdista que pasó casi dos décadas como prisionero político del padre de Asad, el antiguo dirigente sirio Hafez. “Pero sí, Siria cambió al mundo”.
La ONU está paralizada. Las agencias de ayuda humanitaria están rebasadas. La decisión que tomó el presidente Trump a principios de abril de bombardear una base aérea siria en respuesta a un ataque a civiles con armas químicas fue muy celebrada por opositores sirios e internacionales al gobierno del presidente Bashar al Asad: no porque prometiera un camino hacia la paz –no lo hizo–, sino porque al menos constituía una respuesta simbólica a un conflicto tan terrible y desestabilizador. Sin embargo, ese bombardeo unilateral, por sí mismo, aumenta la sensación de que el mundo es un lugar volátil e impredecible.
Además, semanas después, el gobierno sirio continúa con su política de bombardeos de tierra quemada.
No hay consenso sobre lo que se debió haber hecho al comienzo de la crisis de Siria ni sobre lo que debería hacerse ahora. Se extienden los debates acerca de si un primer enfoque con más fuerza habría dado un mejor resultado. En Siria hay demasiados intereses en juego como para que las respuestas sean fáciles.
No obstante, desde el principio las potencias de Occidente —en particular la Casa Blanca— adoptaron una postura de no meter las manos, en gran parte porque aún lidiaban con las consecuencias de una intervención previa: la problemática invasión y ocupación de Irak. Los funcionarios estaban decididos a no cometer el mismo error de nuevo, aunque las lecciones de Irak fueron, en el mejor de los casos, una guía imperfecta para Siria.
“Echamos los valores por la borda y además no hemos sido capaces de actuar en nuestro propio beneficio, porque dejamos que las cosas siguieran por mucho tiempo”, dijo Joost Hiltermann, ciudadano neerlandés y director para Medio Oriente y el Norte de África del International Crisis Group, en Bruselas. “No hemos podido ir al rescate de un país que está pasando por un sufrimiento humano tremendo que también está irradiando inestabilidad a toda su región y, finalmente, creando una crisis que se dirige directamente a nuestras puertas”.
En 2011, cuando ocurrieron las primeras protestas pacíficas en Siria —en las que se exigían más derechos políticos, menos corrupción y el Estado de derecho— las fuerzas de seguridad de Asad las detuvieron con violencia. Algunos de sus oponentes tomaron las armas y la guerra fue escalando hacia un flujo sin fin de atrocidades.
El gobierno recurrió a las detenciones en masa y a la tortura; usó tácticas de sitio e inanición; atacó vecindarios con misiles Scud, minas marinas, bombas de barril y armas químicas, además de bombardear con frecuencia a hospitales y escuelas. Los yihadistas extremos se alzaron en medio del vacío, con lo que permitieron al final que el Estado Islámico se proclamara como califato y fomentara la violencia en Europa. Un país de ingresos medios se empobreció, con la mitad de sus 23 millones de habitantes obligados a dejar sus hogares.
No había forma en que los efectos quedaran constreñidos a las fronteras de Siria, ni siquiera a las del Medio Oriente. Más de 5 millones de sirios han huido a países vecinos. Cientos de miles finalmente migraron hacia Europa, uniéndose a cientos de miles de otros migrantes en una ruta de refugiados a lo largo del Mediterráneo y a través de los Balcanes.
Las imágenes de multitudes de refugiados desesperados —y de la violencia excesiva en sus hogares, de la cual huían— se usaron para alentar movimientos políticos de extrema derecha que siguen sacudiendo a Europa y Estados Unidos.
La crisis de refugiados planteó uno de los mayores retos en generaciones a la cohesión de la Unión Europea y lo que había parecido que defendía: la libertad de movimiento, las fronteras comunes, la tolerancia y el pluralismo. Intensificó las ya atemperadas angustias sobre la identidad y la cultura, alimentando la inseguridad económica y la desconfianza hacia las élites gobernantes que habían crecido durante décadas de globalización y crisis financieras.
“Se ha convertido en un fuerte llamado para la derecha insurgente radical islamofóbica en todas partes”, dijo Daniel Levy, quien hasta hace poco era el jefe del programa de Medio Oriente en el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores.
Al mismo tiempo, el conflicto en Siria expuso las fallas de los sistemas establecidos durante los últimos 75 años, después de dos guerras mundiales, para mantener la paz, evitar la persecución, hacer a los líderes rendir cuentas y brindar ayuda a los más vulnerables… minando la confianza en esas instituciones e ideales cuando más se necesitan.
La confianza en la Unión Europea y las Naciones Unidas, creadas tras esas guerras mundiales con la pretensión de evitar conflictos futuros, va en picada. Los Convenios de Ginebra para proteger a los civiles en tiempos de guerra —cuyo cumplimiento nunca se hizo valer de manera uniforme— ahora se desprecian abiertamente.
Para el disidente sirio Saleh, el sufrimiento que vive su país parece estar haciendo metástasis, lo que llamó “la sirianización del mundo”. Podría volverse todavía peor, afirmó.
“La atmósfera mundial no se dirige hacia la esperanza, la democracia y el individuo. Está orientada hacia el nacionalismo, el odio y el ascenso del Estado de seguridad”, dijo Saleh.
Durante la década en la que he reportado sobre violencia contra los civiles en Medio Oriente, los asesinatos en masa por parte de Estados y movimientos políticos han sido menos llamativos para las audiencias del resto del mundo que algunas masacres más teatrales como decapitaciones por parte del Estado Islámico y sus predecesores de Al Qaeda. Es difícil no sentir que los temores al terrorismo islamista son tan intensos que, con tal de combatirlo, muchos en Occidente prefieren tolerar cuantas muertes haya de civiles árabes o musulmanes.
Los dirigentes como Asad están montados así sobre una creciente, aunque tácita, disposición entre muchos frentes a tolerar el abuso del control del Estado.
Eso se alimenta, según Hiltermann del International Crisis Group, de las propias violaciones de Estados Unidos a las normas humanitarias y legales en la “guerra contra el terrorismo” de George W. Bush y Barack Obama: las detenciones en la Bahía de Guantánamo, la invasión y ocupación de Irak, la tortura en la prisión de Abu Ghraib y las expansivas guerras aéreas y con drones en Siria, Irak, Afganistán, Yemen y más.
Los problemas de Siria empeoraron y explotaron en parte por problemáticas internacionales, más amplias y en ebullición. Rusia intentaba retomar su importancia internacional, Estados Unidos se retraía por la resaca de Irak, Europa estaba consumida en sus propios problemas económicos y sus divisiones políticas. Rusia y Estados Unidos vieron intereses opuestos en Siria, bloqueando así al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
La crisis expuso las contradicciones en el seno del sistema de la ONU: el Consejo de Seguridad da el poder de veto a los cinco ganadores de la Segunda Guerra Mundial. Además, el énfasis de la organización en la soberanía de cada Estado no cuenta con disposiciones adecuadas para los casos en los que los regímenes abusan de sus propias poblaciones, ni para la artificialidad de las fronteras nacionales como las de Siria, establecidas hace un siglo por los ocupadores occidentales.
En este conflicto, Naciones Unidas ha quedado reducida a solo documentar más crímenes de guerra en Siria, a menudo después de que los combatientes los realizan para ganar en el terreno.
“Lo que está sucediendo en Siria no sucederá por última vez; esto se repetirá en otros lugares”, dijo el Dr. Monzer Kyhalil, director de Salud de la Provincia Idlib, en referencia a los continuos ataques contra instalaciones médicas y el arresto de doctores. “Si Europa y Estados Unidos son honestos, para preservar los valores que están defendiendo deberían luchar contra esta opresión. Deberían ejercer presión política en contra del régimen”.
Fuente: NY Times