Una víctima del Ejército mexicano en los años 70 vive encadenado a un poste por los brotes de agresividad que su familia no puede controlar, traumatizado por las torturas sufridas
Por Juan Diego Quesada/ El País
Enrique Chávez Fuentes tiene el aspecto de un náufrago -la barba larga y canosa, la piel curtida por el sol, costras en la rodilla- pero la deriva en la que navega solo existe en su cabeza. Este hombre de 61 años fue detenido en 1974 por el Ejército mexicano acusado de pertenecer a la guerrilla de Lucio Cabañas, un maestro rural que se levantó en armas contra el Gobierno en la sierra de Guerrero, el Estado pobre y violento en el que desaparecieron los 43 estudiantes en septiembre. Durante los años de reclusión fue torturado y todavía hoy no ha podido olvidar la sensación metálica de un casco militar golpeándole el cráneo, sintiendo que se le resquebraja como una mandarina que se parte por la mitad. Un buen día de 1978, en su pueblo de la montaña, anclado entre cafetales, los vecinos lo vieron regresar a casa de su madre.
“No era él. Nunca volvió a ser la persona que se llevaron. Me lo destruyeron”, dice ahora su madre, Virginia Fuentes, una mujer de 94 años frágil como un pajarillo.
Chávez Fuentes, según el diagnóstico de un médico local, padece desde entonces crisis convulsivas, pérdidas de memoria, esquizofrenia paranoica y brotes esporádicos de agresividad. En uno de esos brotes agarró un machete y la emprendió contra su propia madre, con la que vive en una choza a las afueras de Atoyac de Álvarez, la cabecera municipal de un puñado de comunidades desperdigadas por la sierra. Atacó con un cuchillo a la señora Josefina Álvarez, una vecina. En otra ocasión descalabró con una piedra a un vendedor ambulante.
La ONU, la semana pasada, exigió al Gobierno que las víctimas de aquellos años de locura exterminadora reciban “una reparación adecuada“. Sin embargo, esa ayuda nunca ha llegado. La familia del hombre, por temor a que las agresiones vayan a más y sin los recursos económicos para poder ingresarlo en un psiquiátrico, le ha colocado a Chávez Fuentes unos grilletes que lo mantienen encadenado a un poste. El largo de la cadena le permite ir al baño y tumbarse en una hamaca sobre la que revolotean moscas y mosquitos.
La cordura del encadenado se estancó en una época, la década de los setenta, en la que policías y militares persiguieron, torturaron, ejecutaron y desaparecieron a todo aquel que consideraron sospechoso de ser enemigo del Estado. Chávez Fuentes es una de las miles de víctimas anónimas de la Guerra Sucia, un periodo oscuro de represión del Gobierno mexicano encaminado a aplastar a grupos rebeldes como el de Lucio Cabañas. En la región, de acuerdo a un informe de la Comisión de la Verdad, se produjeron más de 500 desapariciones forzadas entre 1969 y 1985.
“¿Ve ese monte de allí?”, dice el político Enrique Acosta mientras señala una loma con el dedo: “Ahí detuvieron a mi papá, don Macario Acosta Serafín. Fue a su milpa (terreno dedicado al cultivo de maíz) y no regresó. Un militar, días después, le dijo a mi mamá que no lo buscáramos más, que lo habían lanzado al mar desde un avión”. Acosta hizo caso omiso a las palabras de aquel militar y a día de hoy sigue buscando el fantasma de su padre. Encabeza una asociación dedicada a documentar todas las historias de represión que se tragó el tiempo y esta sierra silenciosa. Una de las más duras, resalta Acosta, es la de este hombre que vive atado, las 24 horas del día, como si fuera un animal de circo, sin medicación.
En momentos de enajenación, el encadenado ha echado abajo esta casita de suelo de tierra y paredes de bajareque, una mezcla de barro y varillas de metal, en la que permanece enclaustrado. Es mediodía, en la calle hace un calor que enciende a los grillos pero en el chamizo del hombre atado a una viga de madera corre el fresco. Chávez Fuentes se mece en la hamaca como ausente, ajeno a los visitantes. Los militares creyeron que formaba parte del Partido de los Pobres, la formación que lideraba Cabañas, primero como organización política y después en la clandestinidad. Los guerrilleros recorrían pueblos y rancherías reclutando compañeros de armas para enfrentar a los militares en la espesura de la sierra. Chávez Fuentes fue acusado de asesinar a cuatro soldados durante una emboscada en un lugar de nombre profético: Arroyo Oscuro.
-En la cárcel comenzaron las torturas. Terribles…-, explica la hermana, una cristiana muy devota llamada Margarita.
-Ándele – corrobora el encadenado, interviniendo por primera y única vez en la conversación.
-… Cuando enloquece y corre por la calle va diciendo: ‘por favor, no me peguen más’. Un militar le dijo un día que se declarara culpable o que iba a morir en la prisión. Por eso dijo que había matado a esos militares, pero lo más irónico es que se atribuyó seis asesinatos. ¡Ni sabía cuál era el número verdadero!
La familia guarda en una carpeta amarilla toda la documentación –informes médicos, cartas a instituciones solicitando ayuda, resoluciones judiciales- sobre el caso. Ninguna organización se ha hecho cargo del enfermo. No hay respuestas a su desesperado caso.
Han pasado 38 años desde que a Chávez lo vieran regresar a su pueblo, rapado, esquelético. El 20 de octubre de 1978, la fiscalía de Guerrero le concedió la amnistía después de cuatro años de reclusión sin que hubiera prueba alguna de que matara a esos militares. Chávez Fuentes llegó a casa con la resolución bajo el brazo pero por el camino se quedó su salud mental. Su hermana, antes de dejarlo hoy a solas, con la mirada clavada permanentemente en el techo, meciéndose en con monotonía en la hamaca, se despide de él con una advertencia infantil y cariñosa: “¡Pórtate bien!”.
Fuente: El País