La legitimidad como rehén

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Por Jesús Silva-Herzog Márquez

La legitimidad no es popularidad. El derecho al poder no cuelga de simpatías que van y vienen. La única fuente de legitimidad en nuestro tiempo es la ley. Ni los ancestros ni los héroes conceden el permiso de gobernar. Cuando las reglas son democráticas, cuando reconocen el principio de competencia y pluralidad, cuando instauran órganos neutrales, no puede haber otro fundamento de legitimidad que el derecho. Quien accede al poder de acuerdo a las normas existentes debe ser reconocido y asumir la responsabilidad de gobierno. Que un presidente sea legítimo no significa que nos guste, que le debamos respaldo, que estemos obligados a apoyarlo. Reconocer legitimidad no es someterse, doblegarse. Lejos de ello, lo único que implica esa admisión es que sus facultades se fundan en nuestras propias reglas y que, nacido de normas, su poder habrá que sujetarse a ellas.

La legitimidad tampoco es el obsequio que gentilmente regalan los adversarios. Perdí pero graciosamente te entrego mi reconocimiento y te concedo por ese acto de nobleza, el título de legítimo. Perdí pero no estoy dispuesto a regalarte autoridad democrática. La legitimidad no es concesión de los jugadores que, al final del partido, se dan caballerosamente la mano: depende de la actuación de las instituciones que evalúan las condiciones de la competencia y nombran finalmente al ganador de una contienda electoral. Seguimos, sin embargo, atrapados en el cuento de que la legitimidad que otorgan las leyes es insuficiente, que el veredicto de las instituciones es poca cosa frente al juicio de la Historia o el dictamen del Pueblo; que la ley es una ficción en la que sólo creen los ingenuos; que el permiso para gobernar depende de otra cosa más allá de lo que digan las reglas. En efecto, hay quien cree que la legitimidad depende de la aclamación de la plaza, de la evaluación moral de algunos notables. Así, nos resultan de pronto más persuasivos como demostraciones de respaldo democrático la teatralidad de una concentración pública coreando un solo nombre, la tensión dramática de una movilización popular que llena calles y plazas, la oratoria fogosa de una asambleas que la árida aritmética de votos y la fría semántica de las instituciones. El laberinto procedimental, la barroca estructura de derechos y deberes, la intrincada organización de garantías y controles son nada frente a la consigna de quienes piensan igual.

El título de legitimidad es vapuleado en una subasta de simpatías y aversiones. Esa superstición no hace más que revelar el desprecio por las leyes y las ideas de los otros. No importa lo que diga la ley, lo que cuenta es lo que sabemos; no importa lo que hayan decidido ellos, somos nosotros los auténticos representantes de la nación. La intensidad del activista no oculta sus desprecios: ellos son ignorantes, ellos han sido manipulados, ellos han sido comprados. El viejo clasismo se disfraza de demócrata: han sido los pobres quienes votaron mal, quienes votaron por el PRI. Son los ignorantes quienes dieron la victoria al ignorante. Se vendieron, se corrompieron, se entregaron a sus raptores. De nuevo, el maniqueísmo moral: votar por otros es éticamente reprochable. Sólo la complicidad y la manipulación explica el voto equivocado.

Desde luego, habrá que medir las prácticas clientelistas que, sin lugar a dudas, subsisten en el país. Es necesario, sobre todo, conocer, en lo posible, la extensión de esas prácticas de compra de votos, o coacción de votantes. Apreciar su verdadera magnitud sin ignorar su existencia ni exagerar su efecto. Me parece difícil pensar que la elección de julio pueda explicarse, como ha dicho su principal impugnador, por la corrupción de 5 millones de electores que decidieron vender su voto. Es indispensable para la salud del país que los abusos se exhiban y que los delitos se castiguen. El imperativo hoy es la claridad. El esclarecimiento de lo sucedido corresponde a los tribunales pero también al periodismo. Los jueces tendrán la última palabra en el terreno institucional, pero su veredicto no será el único. Necesitamos un periodismo al servicio de la claridad: los alegatos interesados de los actores políticos no deben pasar solamente el filtro burocrático, requieren también el examen severo de los profesionales de la información. No vale la simple reproducción de sus versiones, requerimos investigaciones independientes que esclarezcan lo sucedido.

Admitir que la elección del 2012 fue una elección auténtica no implica entregarle un cheque en blanco a la siguiente administración. Por el contrario, es comprometerse con un régimen que no le entregó el poder absoluto al viejo partido hegemónico, sino un poder limitado por sus propios adversarios. Al gobierno legítimo corresponde una oposición legitimada por la misma elección. Desconocer la autenticidad del voto es rehusarse a construir oposición: es despreciar la orden de los votantes.

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