“En lo que va del actual sexenio, si bien el sector público no ha dejado de contratar publicidad en estas páginas, ha retrasado los pagos más allá de todo plazo razonable, y ello ha colocado a la empresa editora de La Jornada en dificultades sin precedente”, publica el diario que hoy cumple 30 años. “La Jornada no es un periódico opositor a ultranza o crítico a rajatabla. En su manejo editorial rehuye las estridencias y el sensacionalismo y busca mantener un equilibrio para dar a conocer todos los puntos de vista de los involucrados en los temas que cubre”, señala. El siguiente es el editorial que conmemora el aniversario.
El 19 de septiembre de 1984 La Jornada circuló por primera vez entre sus lectores. No fue un inicio fluido ni cómodo porque surgió en un entorno difícil y adverso, en medio de la crisis económica de esa década y en un entorno institucional asfixiante, antidemocrático y hostil a toda divergencia. Adicionalmente, el diario no tenía un respaldo importante de capital: los recursos indispensables se obtuvieron, fundamentalmente, de la venta de acciones entre la sociedad y de las aportaciones en obra que realizaron generosamente muchos artistas plásticos, encabezados por Rufino Tamayo y Francisco Toledo.
Lo recomendable al emprender un proyecto de esta naturaleza es disponer de dinero para sostener la publicación durante un año, como mínimo, para dar tiempo a su acreditación entre los lectores y los anunciantes y esperar sin angustia a que empiecen a fluir los ingresos. En sus inicios, La Jornada tenía dinero para funcionar cinco días. En tales circunstancias era impensable aspirar al establecimiento de una institución periodística sólida y perdurable. Se actuaba, simplemente, en función del deber, y el deber era dar a luz una publicación cotidiana necesaria para el desarrollo político, social y cultural del país y para dar voz y tribuna a sectores de la sociedad que carecían de ella. Sin embargo, este diario cumple hoy tres décadas y en ese lapso se ha convertido en parte fundamental del panorama informativo de México –el segundo periódico del país en términos de circulación– y del exterior; se ha vuelto un punto de referencia para centenares de miles de lectores y ha ganado, con su fidelidad a los principios fundadores, credibilidad y prestigio.
Si los grandes periódicos lo son porque perduran y porque tienen un carácter y un sello editorial propio y un lectorado leal y crítico, La Jornada cumple con los requisitos, y eso es un éxito y casi un milagro.
Esta publicación surgió sin la bendición de los poderes políticos y económicos, e incluso con su animadversión, porque el proyecto informativo que enarbolaba les resultaba incómodo: el periódico confrontó desde su inicio el proyecto neoliberal que por entonces se esbozaba apenas y que en el curso de estas tres décadas ha trastocado profundamente al país. La Jornada cuestionó también desde un principio al régimen político caracterizado por la cerrazón, la antidemocracia, la simulación y la represión, y propuso y defendió la necesaria democratización de las instituciones nacionales; puso énfasis, asimismo, en la desigualdad social, que ya entonces era alarmante y que hoy es abismal, y señaló la necesidad de reducirla, por el bien del país, de la paz y de la gobernabilidad; adicionalmente, el periódico se manifestó en defensa de la soberanía nacional en un momento en que empezaba a ser socavada por la globalización económica y por la debilidad de las autoridades nacionales ante gobiernos y capitales extranjeros.
Como resultado, el diario ha sido sujeto a constantes campañas de difamación e incluso a acosos judiciales desde medios informativos afines al poder y, lo más grave, a un bloqueo de publicidad por parte de las dependencias oficiales y de las agencias de publicidad. Aunque en los 30 años siguientes esa circunstancia ha sido superada en alguna medida, La Jornada no ha recibido nunca las proporciones de publicidad oficial y privada que ameritarían su circulación, su influencia y su penetración.
Hasta la fecha, el manejo discrecional y patrimonialista de los anuncios del sector público sigue siendo una amenaza para la subsistencia de los medios independientes y, por consiguiente, para la libertad de expresión y el derecho a la información. El ámbito institucional no ha comprendido que la comunicación social es una obligación y que los recursos destinados a ella son dinero público que debe ser distribuido en forma equitativa y proporcional entre los medios, al margen de diferencias o de disgustos por sus respectivas líneas editoriales.
La Jornada no es un periódico opositor a ultranza o crítico a rajatabla. En su manejo editorial rehuye las estridencias y el sensacionalismo y busca mantener un equilibrio para dar a conocer todos los puntos de vista de los involucrados en los temas que cubre; desde luego, en el vértigo periodístico del día a día resulta particularmente arduo buscar un equilibrio, y ese esfuerzo cotidiano le ha permitido ganar la credibilidad que hoy ostenta y el sitial de referencia para diversos sectores sociales y para las mismas cúpulas institucionales. Sin embargo, o más bien por eso mismo, este diario sigue siendo incómodo para los poderes políticos y económicos.
En lo que va del actual sexenio, si bien el sector público no ha dejado de contratar publicidad en estas páginas, ha retrasado los pagos más allá de todo plazo razonable, y ello ha colocado a la empresa editora de La Jornada en dificultades sin precedente. Es un hecho que la economía en su conjunto pasa por una situación constreñida, por decir lo menos, pero ello no basta para explicar tales atrasos, sobre todo a la luz de los abultadísimos gastos publicitarios que el gobierno federal ha realizado en otras instancias, particularmente en los medios electrónicos tradicionales, para legitimar el paquete de reformas estructurales recientemente implantadas.
Cabe preguntarse, en esta circunstancia, si los impagos mencionados son un mero descuido burocrático o una forma específica de presión sobre la línea editorial del diario. Sin afán de prejuzgar, hay un hecho inquietante y grave: el bloqueo de publicidad que la Federación y los gobiernos estatales han impuesto a la revista Proceso, que es sin duda la publicación política semanal más importante del país y, como La Jornada, un medio que ha destacado por su independencia.
Tal medida constituye una regresión de siete lustros a tiempos de autoritarismo presidencial que se suponía superados: no pago para que me peguen
, explicó José López Portillo cuando impuso el embargo publicitario a Proceso a finales de los años 70 del siglo pasado, en lo que fue una valoración aberrante, tanto porque pretendía reducir la institucionalidad federal a su persona, como porque el erario no era suyo, sino de la nación.
Más grave aún, el intento por someter a un medio con el recurso de privarlo de la publicidad oficial es una distorsión antidemocrática y facciosa del espíritu republicano que debiera primar entre los gobernantes, constituye un ataque directo al derecho de los ciudadanos a informarse y al de los comunicadores a informar y expresarse, y priva a las propias autoridades de indicadores e instrumentos para enterarse del pulso social y del sentir de sus gobernados. Cabe esperar que esas tentaciones autoritarias sean contenidas y que den paso a una verdadera comprensión del papel de los medios independientes en una sociedad moderna: un contrapeso necesario al poder y una vía de expresión a las causas profundas de la sociedad.
A pesar de las dificultades mencionadas y de muchas otras que han surgido en el camino, La Jornada llega hoy a sus 30 años de existencia, y a ésta, su edición número 10 mil 822, con el ánimo intacto, la determinación de fidelidad a sus principios y a su línea editorial, y el propósito de actualizarse en forma permanente.
El país y el mundo se han transformado y, con ellos, el oficio periodístico se enfrenta a nuevos desafíos conceptuales, metodológicos, tecnológicos y organizativos. La revolución digital no sólo cambió radicalmente la cotidianeidad laboral e los periodistas, sino que los puso ante experiencias nuevas y fascinantes, pero también ominosas, como el estremecimiento mundial causado por las acciones de Chelsea Manning, Julian Assange y Edward Snowden. Este diario ha tenido una participación directa en esa historia, toda vez que fue seleccionado por Wikileaks para difundir la porción mexicana de los cables secretos del Departamento de Estado y que, desde entonces –diciembre de 2010– ha trabajado con esa organización en la difusión de documentos que los gobernantes pretenden escamotear a la mirada de la opinión pública y en una lucha por la transparencia que ha impactado profundamente en los poderes políticos y en las sociedades del mundo.
Una generación creció leyendo estas páginas y otra, con acceso natural a las redes sociales, empieza a emerger. Para ambas el trabajo de La Jornada ha sido un referente de importancia y una ventana al acontecer mundial minimizado, distorsionado o negado por el periodismo mercantil que no busca informar, sino entretener para, como objetivo último, lucrar. En contraste, este diario no ha buscado hacer periodismo para acumular dinero, sino conseguir dinero para hacer periodismo; su público lo sabe y puede confiar en que esa determinación no va a verse alterada por presiones externas ni por eventos internos.
Ciertamente, es mucho lo que falta por hacer. Como todo medio impreso tradicional, La Jornada debe culminar con éxito la incorporación, al proceso de producción basado en el tiraje en papel, de una lógica de flujo constante orientada a computadoras y dispositivos.
Mantener y mejorar la calidad de este producto informativo es un compromiso permanente, y una manera de retribuir y agradecer el acompañamiento de su público a lo largo de esta aventura que llega hoy a sus primeros 30 años.
Fuente: La Jornada