La infancia se recupera en el gym

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Por Juan Pablo Proal

Los hombres de grados mayores, en este caso los más musculosos, enseñan a los nuevos cómo incrementar los bíceps, qué licuado beber, cuál pastilla ingerir, cuántas claras de huevo desayunar…

El nuevo siempre es recibido como el más reciente miembro de la secta. Los administradores del lugar le ofrecen un recorrido minucioso por cada uno de los aparatos. Éste, generalmente debilucho y desgarbado, los observa con animosa curiosidad. Ve a ese inmenso fornido cargar una pesa de cincuenta kilos y se imagina que en pocos meses hará lo mismo.

Los primeros acercamientos con los compañeros están basados en la relación maestro-alumno. El nuevo quiere cargar una pesa, pero no sabe cómo. Opta por elegir una pequeña y copia lo que ve. Pronto, algún profeta le recetará un monólogo:

— Yo le empecé a dar mucho al cardio, pero es aburrido, si quieres marcarte dale a los martillos, primero lento, tres series de ocho, después haces pirámides. Yo así le di y mira (se yergue frente a él). Cuando acabes te echas un licuado, te recomiendo tomar mucha Carnitina, aquí también la venden. Si quieres adelgazar dale duro a la caminadora, pero si quieres masa no hay más que repeticiones-no-importatantoelpeso-sílasrepeticiones. Repeticiones-másquepeso. Me llamo Hugo.

—Yo Luis.

— Sí mira, ahorita estás empezando, no te apures, nomás que al principio te van a doler mucho los músculos, eso es señal de que estás trabajando. Te veo luego, ya se desocupó la fija.

Después llegará otro maestro a enseñar su doctrina. Dirá que la otra es errónea, que afectará el hígado, los riñones y lo pondrá gordo. Entonces dará su mensaje de verdadera liturgia.

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Como en las razas de perro, generalmente los más grandotes son los más bonachones. Ese tipo con cara de pocos amigos, shorts pegados y playera sin manga practica juegos familiares típicos de la época adolescente: zapes, albures e inocentes retos de fuercitas.

Si bien la camaradería entre humanos es la estampa más fiel de los gimnasios, la relación más íntima se da con los espejos. Los efectos de cada pesa levantada se corroboran frente al cristal. Éste es el fiel reflejo del día a día. El mejor consejero, el gran adulador.

Los gimnasios son como el transporte público: cada rostro es diferente al prejuicio que emana. Aquel fortachón con mallas lila puede ser el geógrafo más destacado de la UNAM y ese gordinflón lampiño un economista brillante.

A pesar de la divergencia, físicamente siempre hay rasgos en común. Primero están los novatos, generalmente con un entusiasmo directamente proporcional a su desdibujada figura. No faltan los gays que ven de reojo las nalgas de algún otro chico. Los fortachones-buena onda, el profeta de las píldoras, el cincuentónmamado y el que nunca devuelve el saludo de buenos días.

Las mujeres se repliegan entre sí. Muchas, fastidiadas de las miradas morbosas de los machos hambrientos. Otras, porque su rutina es diferente. Prefieren las clases de zumba, gimnasia, yoga o spinning. Su intención no es aumentar la masa muscular, sino mantenerse en forma. Así que, también, como en los años estudiantiles de los más católicos institutos, continua la máxima hombres por un lado, mujeres por otro.

Lo que más une a los asistentes de los gimnasios es que la gran mayoría se la pasa en la oficina. Se trata de trajeados con ingresos medios y altos. Por eso comenzó la fiebre de gimnasios 24 horas-365 días de la semana. Contrario a una clase de karate o de natación, lo más práctico es entrenarse en horario abierto. Es curioso que la mayoría respete el viernes como día de guardar la fiesta. Los centros de entrenamiento quedan casi vacíos el fin de semana, pero no dejan de acoger a quien se quedó solo, sin plan alguno para salir de la rutina.

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Pero regresemos al nuevo, que a estas alturas lleva un par de meses en el gimnasio. “¡Te están defraudando!”, se burlan los amigos que jamás hacen deporte. Y él mismo comienza a dudar de los resultados. Empezó lleno de vigor y hoy está fastidiado de aburrición. Estar dando vueltas sobre la cinta de la caminadora durante media hora le resulta una acción mecánicamente jodida. Al principio no quería meterse un solo licuado ni pócima alguna, por temor a resultados contraproducentes. Ahora está tentado a hacerlo. No hay bíceps ni estómago de lavadero. Casi todo está idéntico a como empezó, nomás que ahora está fastidiado y preferiría quedarse en casa viendo el cable.

Está justo en el punto en que quiere regresar a su vida pasada: noches de series de detectives con una pizza al lado.

Antes de que regrese al infierno, un entrenador se acerca y le sopla al oído con un dejo de malicia.

—   ¿Quiéres ponerte mamado?

—   Sssssí.

—   Sígueme. (Lo lleva aparte y le pregunta qué desayuna).

—   Pues chilaquiles, molletes,  huevos, quesadillas…

—   ¿Y de comida?

—   Lo normal, comida corrida.

—   ¿De cena?

—   Un sándwich, cereal, a veces unos tacos.

—   Pues con razón.

El entrenador, en su plan de orientador espiritual, le explica que necesita cambiar su dieta de inmediato.  Después le pregunta por su rutina.

—   Hago un rato de bici, también de caminadora, estoy haciendo pocas mancuernas.

—   ¡Ahí está la bronca!

El coach, de inmediato, se apresura a medir y pesar a su víctima. De un sopetón, le sentencia un diagnóstico desolador: sobrepeso y raquítica masa muscular.

Le ofrece entrenarlo personalmente por una cantidad extra a la mensualidad del gimnasio. El novato, con la esperanza de regreso, acepta. Y cambiará toda su dieta. A partir de ahora no probará nada más que latas de atún, arroz, ensaladas, avena y pechugas de pollo. Ingerirá también tantas pastillas como un enfermo terminal: vitamina A, B, E, Carnitina, licuados, aminoácidos, Ocuvite…

Cuando hace cuentas, se percata que gran parte de su sueldo parará en GNC y Nutrisa. Pero lo más importante de la dieta es un inmenso frasco con una malteada impresa en la etiqueta: la proteína. Todas tienen nombres que prometen aumentar la masa muscular casi por acto de magia. Estas pócimas tienen sus feligreses. No hay musculoso que no las haya tomado. Provocan flatulencia, diarrea, indigestión, pero los efectos secundarios son lo de menos. Con la nueva dieta y rutina de ejercicios, el novato comienza a ver resultados. Algo de bíceps, hombros más anchos, menos grasa suelta.

Cuando ve a los nuevos flacos se compadece de ellos y repite la historia.

—   Yo empecé como tú, pero mira a mí lo que me dio resultado…

En cuanto el antes novato ve a su cuerpo fornido, la adicción se dispara. No quiere dejar un solo día la dieta. Prefiere ir al gimnasio que echar copa con sus viejos amigos. Está dispuesto a comer los alimentos más insípidos antes que regresar a los exquisitos chilaquiles. Su plática gira en torno a malteadas, suplementos alimenticios y cremas musculares.

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Los oficinistas que no quieren emborracharse encuentran en estos centros su mejor sitio de convivencia:

—   ¿Con quién vas a salir esta noche?

—   Con mis amigos del gym.

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Los gimnasios son una invitación a la nostalgia del pasado más inocente: los años de estudiante. Son lugares de ligue. Las nuevas casas del árbol, las maquinitas de la esquina, la cascarita de fut de la noche, el regreso a la infancia: la ruta de acceso a la inocencia perdida.

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El nuevo cambió de tajo. Ahora usa camisetas pegadas y pantalones ajustados. Camina lento, con los hombros balanceándose en un torpe zig-zag. Su piel está marcada de bolas, bultos y cuanto músculo pueda ser desarrollado por la carne. Su nueva rutina de vida se sintetiza en oficina-gimnasio-dieta-salidasconamigosdelgimnasio. Su alacena ya no guarda papas fritas, sino pollos y ensaladas. Tal vez, en el fondo, no es una persona radicalmente diferente, pero el espejo le brinda un nivel de confianza que antes jamás había sentido. Entonces comunica la buena nueva. Consigue adeptos. Da la liturgia a sus familiares, amigos y compañeros de oficina. Y un nuevo gym abre en la colonia con la bestial potencia de un Wal Mart.

Twitter: @juanpabloproal

Sitio: www.juanpabloproal.com

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