Por Epigmenio Ibarra
“Nadie me quita la vida.
Yo la entrego libremente…”
San Juan: 10,16
Al servicio del poder y el dinero ha estado siempre la alta jerarquía de la Iglesia católica. Ligados a tiranos y dictadores, a los que han bendecido y apoyado, han vivido pontífices, cardenales, obispos y sacerdotes.
Saludaron, alzando el brazo a la usanza fascista, los cardenales y obispos españoles, a Francisco Franco en el desfile de la victoria en Madrid. Fueron los obispos franceses omisos y a veces colaboradores en la entrega de los judíos a los nazis en la Francia ocupada.
Informado de las atrocidades perpetradas por Hitler y los nazis en los campos de concentración, por “razones de estado”, Pío XII decidió callar. Nada dijo en ese momento al mundo del Holocausto y la masacre continuó hasta el fin de la guerra.
En América Latina la historia no ha sido distinta. En la Colonia, salvo en el caso de la Nueva España y gracias a Fray Bartolomé de las Casas y Vasco de Quiroga, dieron los príncipes de la iglesia criolla su bendición al exterminio de la población indígena.
Junto a los encomenderos se enriquecieron y se hicieron poseedores de enormes extensiones obispos y curas. El clero secular y las distintas órdenes religiosas amasaron inmensas fortunas que han usufructuado hasta nuestros días.
Con la independencia de la colonia, en la que algunos curas jugaron un papel destacadísimo, como Hidalgo, Mina y Morelos, pasaron los obispos a servir a las dictaduras que por toda América Latina proliferaron.
En sus palacios, obispos y arzobispos. En sus parroquias y conventos, los curas y los abades se constituyeron, salvo honrosas excepciones, en un valladar infranqueable para las aspiraciones de libertad y justicia de millones de peones acasillados, a los que enseñaron a bajar la cabeza y aceptar la pobreza como una bendición y la tiranía como un designio divino.
Ya en el siglo pasado, bajo el palio, desfilaron los más impresentables y sanguinarios dictadores, y al calor de la guerra fría y las campañas anticomunistas, de la mano de la oligarquía local y de los estadunidenses, se dedico, la alta jerarquía, no solo a satanizar desde el púlpito a los luchadores sociales, sino, incluso a facilitar su persecución y su desaparición o asesinato.
Erraron el tiro, sin embargo, la derecha, los estadunidenses y los propios dignatarios eclesiásticos. Buscaban al Kremlin o a La Habana donde solo había detrás curas, monjas, catequistas y jóvenes católicos que ya no estaban dispuestos a permitir que su fe fuera coartada para la explotación y el sometimiento.
La teología de la liberación, la iglesia de los pobres, fue, a costa de la vida de muchos de sus integrantes, luz y esperanza de libertad y justicia para los más necesitados. Esperanza activa, esperanza que, en algunos casos llegó al grado del alzamiento armado y en otros a la denuncia y a la lucha indeclinable por el respeto a los derechos humanos.
Yo tuve el enorme privilegio de conocer a algunos de esos curas. De caminar, en las montañas de Morazán, junto a Rogelio Poncelle y Miguel Ventura, mientras, sin armas pero entre los combatientes, hacían lo que ellos llamaban “pastoral en tiempo de guerra”.
En San Salvador conocí y traté durante años a un jesuita, nacido en el País Vasco, de talante, inteligencia y valentía extraordinarios: Ignacio Ellacuría.
Rector de la Universidad Centroamericana, teólogo, analista brillante y profundo de la realidad, Ellacuría no se quedó jamás con los brazos cruzados.
No sucumbió a la tentación de quedarse sumido en la contemplación de la tragedia que vivía su segunda patria. Fue un hombre de pensamiento y oración y fue también un hombre de acción que, en su momento, noviembre de 1989, decidió, entregar su vida.
Apenas llegado de España, de donde viajó con el propósito de servir de puente e intentar concertar una tregua, entre la guerrilla que ocupaba casi tres cuartas partes de la capital y el ejército, Ellacuría y cinco sacerdotes jesuitas más fueron asesinados por un destacamento del batallón Atlácatl.
La misma mañana en que lo mataron entré a cubrir un combate, sin saberlo, con sus asesinos. Fui yo, quien después de recibir la noticia de que los cuerpos de los jesuitas habían sido encontrados, informó, terrible paradoja, a quienes los masacraron.
Hoy, en estos “días santos”, en Ellacuría y sus compañeros pienso. Por ellos, en honor de ellos escribo. También en el de Ventura y Poncelle y por supuesto en el de monseñor Óscar Arnulfo Romero, a quien no conocí pero cuya presencia me ilumina, asesinado mientras celebraba misa y justo en el momento de la consagración el 24 de marzo de 1980.
De estos hombres, de estos pastores dispuestos a entregar libremente sus vidas, es que necesitamos en este país y no de esos otros que, como Marcial Maciel, al amparo del poder y del dinero y con la complicidad de la jerarquía local y la corte vaticana, cometen impunemente y durante décadas crímenes execrables.
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Fuente: Milenio