Por Ramzy Baroud/ Al-Ahram Weekly
Grupos vinculados a Al-Qaida están causando estragos en Iraq, donde casi a diario se registran muertes como resultado de sus tácticas asesinas en constante innovación. El aumento de la violencia militante en todo el país se produce en el contexto del agravamiento de las tensiones sectarias, lo que subraya una verdadera crisis nacional que se puso a fermentar hace años.
La lucha entre suníes y chiíes, sin embargo, refleja igualmente una polarización creciente en la región de Oriente Próximo exacerbada en gran medida por la llegada de la llamada Primavera Árabe.
En muchos de los análisis políticos relativos a Iraq se echa de menos la [consideración de la] guerra dirigida por Estados Unidos contra ese país, cuyo impacto ha devastado a la sociedad iraquí como ningún otro acontecimiento de la Historia reciente de Oriente Próximo. Resulta muy engañoso hablar de los problemas actuales de Iraq ignorando a quienes fueron los primordiales artífices de dichas vicisitudes.
Casi todos los reportajes sobre la violencia en Iraq citan otra noticia sobre otro hecho violento en alguna otra parte del país. En la actualidad, gracias a los textos con hipervínculos podemos rastrear la violencia iraquí tanto como de tiempo dispongamos. “Al menos tres policías fueron asesinados por terroristas suicidas el 21 de febrero en la norteña ciudad iraquí de Mosul”, informaba Reuters. Associated Press informaba el mismo día de un ataque a un “puesto de control del ejército al norte de Bagdad, matando a cuatro soldados e hiriendo a otros cuatro”. Unos días antes, una devastadora serie de atentados con bombas “dirigidos principalmente contra zonas chiíes de Bagdad mataron al menos a 21 personas”, informaba AFP. Se trata de una reacción en cadena que no tiene fin y que parece nutrirse de sí misma.
Sin embargo, lo que se echa de menos en la mayoría de los reportajes es que la violencia en Iraq no ha sido autogenerada y que la actual división entre grupos y partidos políticos suníes y chiíes no es resultado de la falta de escrúpulos que se manifiesta siempre en el proceso político de cualquier democracia en ciernes.
Escribiendo en The Atlantic bajo el título “Por qué nunca tendremos una explicación completa de la guerra contra Iraq”, DB Grady argumentaba que una de las principales razones de que la decisión de invadir Iraq siga siendo un misterio es que al ex vicepresidente de Estados Unidos Dick Cheney “le gustaría que siguiera siendo así”. “La hábil manipulación por parte de Cheney de la clasificación de asuntos políticos” escribía, “mantuvo su oficina sellada como una bóveda a lo largo de los dos periodos de la presidencia de Bush”.
Si se tienen en cuenta los malintencionados movimientos de Estados Unidos hacia Iraq con anterioridad a la invasión de marzo de 2003, las admisiones de los propios amigos neoconservadores de Cheney, sus think tanks, sus escritos y entrevistas, la devastación que a la que se asistió durante toda la guerra, y los centenares de miles de documentos filtrados de conductas no declaradas durante la guerra, uno no puede sino apreciar el misterio.
La pretensión de ir a la guerra por parte de Estados Unidos no estuvo en modo alguno vinculada a los ataques terroristas del 11-S aunque los doctos en relaciones públicas se las arreglaran utilizando esos terribles acontecimientos para convencer a un público conmocionado y mayoritariamente mal informado de que Iraq estaba vinculado de alguna manera a los ataques en el territorio de Estados Unidos. El entonces alto funcionario de la Administración, Paul Wolfowitz, fue uno de los primeros en abogar por un cambio de régimen en Bagdad inmediatamente después de los ataques. El hecho es que Wolfowitz, uno de los más fervientes neoconservadores pro-israelíes de Washington, fue diseñando activamente sus planes bélicos en la década de 1990 porque la primera guerra contra Iraq no le dejó satisfecho al no haberse eliminado la supuesta amenaza iraquí completamente. Cheney y Wolfowitz trabajaban en estrecha colaboración para que se materializara su visión de un nuevo Oriente Próximo y Norte de África. Los acontecimientos del 11-S no fueron la causa de la guerra sino el catalizador.
La guerra de Estados Unidos y la invasión de Iraq hace 10 años no fue sino la continuación de una conquista previa que, según muchos halcones de la guerra, dejó a Iraq gobernado por un Sadam Husein tocado pero no destruido. El entonces secretario de Estado estadounidense, James Baker, fue quien amenazó al ministro iraquí de Relaciones Exteriores, Tarek Aziz, en una reunión en Ginebra en 1991, diciéndole que Estados Unidos destruiría Iraq y “lo devolvería a la Edad de Piedra”. La guerra de Estados Unidos prolongada desde 1990 hasta 2011, incluyó un embargo devastador y acabó con una invasión brutal. Estas guerras carecieron de principios tanto como violentas fueron. Aparte de su enorme costo humano, se enmarcaron dentro de una terrible estrategia política destinada a hacer estallar la falla de las líneas sectarias y otras existentes en el país a fin de desencadenar guerras civiles y el odio del sectarismo del que probablemente Iraq no se recupere en muchos años.
Para Estados Unidos se trataba simplemente de una estrategia dirigida a disminuir la presión que afectó a sus propios soldados y a los de los aliados cuando tuvieron que hacer frente a una resistencia potente en el momento que pusieron sus botas en Iraq. Para los iraquíes, sin embargo, fue una pesadilla petrificante que no puede expresarse ni en palabras ni en cifras. Según estimaciones de la ONU citadas por la BBC, entre mayo y junio de 2006 “un promedio de más de 100 civiles eran asesinados en Iraq cada día a causa de la violencia”. Asimismo, las estimaciones de ONU sitúan el número de muertes de civiles en 2006 en 34.000. Ese fue el año en que la estrategia dedivide y vencerás aplicada por Estados Unidos demostró ser más exitosa.
El hecho es que Estados Unidos y Gran Bretaña conjuntamente destruyeron el Iraq moderno y ninguna clase de remordimiento o de disculpa —que, de entrada, ni siquiera se han expresado— alterará este hecho. Los antiguos amos coloniales de Iraq y los nuevos carecieron de fundamento legal o moral para invadir el país devastado ya por las sanciones. Carecieron igualmente de cualquier sentimiento de misericordia, pues destruyeron a toda una generación y sentaron las bases para un conflicto venidero que promete ser tan sangriento como el pasado.
Cuando la última brigada de combate estadounidense salía supuestamente de Iraq en diciembre de 2011, iba a ser el fin de una era. Los historiadores saben muy bien que los conflictos no terminan con un decreto presidencial o con el despliegue de tropas. Iraq únicamente entró en una nueva fase de conflicto y Estados Unidos, Gran Bretaña y otros siguen siendo parte integral de dicho conflicto.
Una realidad posterior a la invasión es que Iraq fue dividido en zonas de influencia basadas en criterios puramente étnicos y sectarios. En la clasificación que hacen los medios de comunicación occidentales de ganadores y perdedores, los suníes, acusados de haber estado favorecidos por Sadam, emergieron como los grandes perdedores. Como las nuevas elites políticas de Iraq se dividieron entre políticos chiíes y kurdos (cada partido, con su propio ejército privado, algunos reunidos en Bagdad y otros en la región autónoma del Kurdistán), diversos grupos militantes suníes hicieron responsable de la difícil situación a la población chií.
La violencia sectaria en Iraq sobre la que recae la muerte de decenas de miles de personas está reapareciendo. Los suníes iraquíes, incluidas las principales tribus y los partidos políticos, están exigiendo igualdad y el fin de su privación de derechos en el relativamente nuevo y sesgado sistema político iraquí del primer ministro Nuri al-Maliki. Las protestas masivas y las huelgas en curso se han organizado con un mensaje político unificado y claro. Sin embargo, muchas otras partes están aprovechando la polarización en todas las maneras imaginables.
El futuro de Iraq lo están definiendo diversas fuerzas y casi ninguna de ellas está integrada por nacionales iraquíes que tengan una visión unificadora. Atrapado entre el amargo sectarismo, el extremismo, el hambre de poder, entre las elites acumuladoras de riqueza, los actores de las potencias regionales, los intereses occidentales y un legado de guerra extremadamente violento, el pueblo iraquí está sufriendo más allá de la angustia que la capacidad del puro análisis político o las estadísticas puedan captar. La nación orgullosa que contaba con un extraordinario potencial humano y una notable proyección económica ha sido hecha añicos.
En un artículo del diario Baltimore Sun de 21 de febrero, Ralph Masi, profesor de la Universidad de Maryland, describía un encuentro con un arquitecto esencial de la guerra de Iraq, Richard Perle, quien se desempeñó como secretario adjunto de Defensa y presidente de la Junta de Política de Defensa. Perle —que fue asesor del primer ministro israelí, Binyamin Netanyahu— se enfrentó a Masi durante una charla en la Conferencia Anual sobre Estrategia del Instituto de Guerra del Ejército el día en que la estatua de Sadam era derribada por las fuerzas estadounidenses el 9 de abril. “Le pregunté, ‘¿Y ahora qué?’”, escribía Masi. Perle respondió: “Irán o Siria, lo que gustes”.
El partido de la guerra estadounidense, dirigido por infames lumbreras de la talla de Cheney, Wolfowitz, Perle y otros, puede que no haya visto realizada su visión de un nuevo Oriente Próximo y Norte de África tal y como esperaban. Sin embargo, a la vista de la sádica guerra de Siria, una manifestación de esa visión ha acabado por imponerse. En realidad, poco importa qué secretos y misterios contuviera la oficina tipo bóveda de Cheney porque allí está el impacto de su legado para que todo el mundo lo vea.
Fuente: http://weekly.ahram.org.eg/News/1872/19/Cheney’s-legacy-in-Iraq.aspx