La Guerra contra las drogas en México ha sido una enfermedad mucho peor que la propia enfermedad. Diez años en estado de excepción, con el ejército inmune a las investigaciones sobre sus responsabilidades, ha probado ser también otro fracaso.
Por José Luis Pardo Veiras/ The New York Times
Cuando Felipe Calderón llegó en 2006 a la presidencia de México, un país ya convertido en epicentro de los grandes cárteles de la droga, le dijo a los mexicanos: “Si se preguntan si las cosas pueden cambiar, la respuesta es sí. Y van a cambiar para bien”. Para cumplir su promesa mandó a las calles al Ejército, y se lanzó a una guerra frontal contra el narcotráfico.
Las cosas, en efecto, cambiaron.
El año anterior a su investidura, el índice de homicidios en México era de 9.5 por cada 100 mil habitantes. La cifra se duplicó y entonces el discurso oficial negó que hubiera víctimas civiles: los muertos de la Guerra contra el Narco eran solo los villanos (narcotraficantes) o los héroes (policías y militares que combatían contra ellos). Una década después, esta guerra se ha cruzado en la vida de demasiadas personas anónimas. Se calcula que ha provocado 150 mil muertos y unos 28 mil desaparecidos. La promesa de Calderón fue grandilocuente; su estrategia, simplista.
La lucha de los narcos entre sí y con el Estado se ha extendido. En lugares como Tamaulipas, frontera con Estados Unidos, denunciar equivale muchas veces a una sentencia de muerte. En el Triángulo Dorado (Chihuahua, Durango, Sinaloa), los habitantes de la sierra tienen que huir de sus comunidades por las amenazas de los sicarios. Ni siquiera los santuarios turísticos están a salvo. Acapulco es hoy la ciudad más violenta del país y una de las más violentas del mundo.
Aunque los mexicanos creyeran en la promesa de Calderón, la pregunta que subyacía era: ¿por qué tantas miles de personas se dedicaban al narcotráfico?
El narco es un fenómeno social, cultural, económico, de salud; la inseguridad es solo una de sus expresiones. Viajar por zonas deprimidas de México es entender que, en muchas de ellas, el crimen organizado es la única presencia constante, el principio y el fin de la realidad cotidiana. Allí donde no llega el Estado, o lo hace solo para corromperse o luchar contra el crimen, lo ilícito es en ocasiones la única fuente de trabajo. Para miles de mexicanos el tráfico de drogas es un ejercicio de supervivencia. Los eslabones más débiles de la cadena, como los cultivadores o las mulas, no suelen plantearse si lo que hacen está bien o mal. Solo trabajan en lo que pueden para subsistir.
La Guerra contra el Narco ha demostrado ser un rotundo fracaso. La droga continúa subiendo a Estados Unidos, el gran consumidor, y las armas regresan a México desde el norte, donde siguen causando miles de muertos. La persecución sistemática del narcotráfico ha desembocado en un buen número de detenciones, incluso algunas de grandes capos como Joaquín ‘el Chapo’ Guzmán. Las cárceles, de hecho, se han sobrepoblado. Pero el 41 por ciento de los presos por delitos de drogas han sido arrestados solo por la posesión de sustancias con un valor menor a 500 pesos (unos 30 dólares).
Mientras tanto, el trasiego de cocaína continúa, y también la trata de personas, el tráfico de recursos naturales, la extorsión y las plantaciones de amapola. Según datos de la DEA, la heroína mexicana ya es la más consumida por los estadounidenses, por encima de la colombiana. En Guerrero, el mayor estado productor del país, 50 bandas criminales luchan por el control del territorio.
Si Calderón fue el padre de esta política, Enrique Peña Nieto, el actual presidente, es como el hijo adolescente que quiere romper con el padre pero calcando los gestos paternos que veía en la infancia.
Julio fue el mes más violento de toda su presidencia con 2073 muertos. Hay que remontarse hasta el verano de 2011, el año más sangriento bajo el gobierno de Calderón, para encontrar una cifra similar.
Diez años son suficientes para tener perspectiva y ensayar otras soluciones. Empezar por despenalizar la posesión para el consumo personal sería un buen primer paso: aliviaría un sistema de justicia colapsado, aplacaría los incentivos de los policías para hacer detenciones y estos podrían centrar sus esfuerzos en apresar a aquellos traficantes que realmente atemorizan a los ciudadanos con el uso de la fuerza, no a los consumidores.
El gran giro de la política de Peña Nieto ha sido su apoyo al uso medicinal de la marihuana, una acción necesaria pero insuficiente. Mucho más si se compara con otras iniciativas en la región.
En los últimos años Colombia ha suspendido las fumigaciones de plantaciones, ha impulsado un plan nacional de sustitución de cultivos y el presidente Juan Manuel Santos decretó la regulación de la marihuana con fines medicinales; en Costa Rica, un país sin Ejército, se ha implementado un programa de reducción de daños; en Jamaica se han aprobado leyes para el uso tradicional y medicinal del cannabis; desde 2009 la Corte Suprema de Argentina declaró inconstitucional la punición a la tenencia de drogas, y Uruguay ha regulado la producción, distribución y uso de la marihuana.
México tabula las cantidades de droga que alguien puede poseer sin que se considere que podría estar traficando. Pero esa tabla no se ajusta a la realidad de los consumidores (por ejemplo, alguien solo puede llevar cinco gramos de marihuana). Si bien las políticas de drogas deben atender a las características de cada país, la descriminalización de los consumidores debería ser una base común.
Desde hace más de 15 años Portugal despenalizó la tenencia de drogas para uso personal y creó un sistema para la reducción de daños y la reinserción social. El consumo de cannabis sigue estabilizado, el número de adictos a la heroína ha bajado un 70 por ciento, y las muertes por sobredosis también se han reducido. Holanda, con su sistema de cafeterías, ha creado una fuente de trabajo legal alrededor del cannabis y, en parte, gracias a no perseguir a los consumidores, se ha quedado sin presos. En los últimos años varias cárceles holandesas han cerrado por la falta de delincuentes. El consumo de drogas -de todas las drogas- es un problema de salud, no penal. Y así debería ser tratado.
La Guerra contra el Narco como solución a la problemática en México ha sido una enfermedad mucho peor que la propia enfermedad. Diez años en estado de excepción, con el ejército inmune a las investigaciones sobre sus responsabilidades, ha probado ser otro fracaso.
Para que las cosas cambien realmente, el gobierno debería devolver las acciones antinarcóticos progresivamente a la autoridad civil. Después de esta década de luto, de matanzas sin castigo, de corrupción en las autoridades, es necesario pensar una política integral que visualice al narcotráfico más allá de un combate entre héroes y villanos. En medio de estos extremos, la sociedad se ha tenido que adaptar a una situación de violencia permanente. La despenalización del consumo no arreglará un problema tan arraigado en el país, pero ayudará a que los mexicanos distingan la droga de la Guerra contra el Narco. Los consumidores de los narcotraficantes. Es el primer paso para aceptar que otra solución es posible.
Fuente: The New York Times vía El Diario