Por León Bendesky
Las protestas sociales ocurren en todo el mundo. Sus argumentos y las formas que adoptan son variadas y responden a condiciones políticas e históricas diferentes también. Un denominador común es el choque entre los regímenes políticos y las aspiraciones de la gente. Estas últimas tampoco parecen generalizables si se advierten el extremo de guerras civiles y las demandas en sistemas considerados democracias.
Pensemos en algunos casos de esa última naturaleza. En Europa las protestas parecen estar más asociadas con las repercusiones adversas de la crisis de 2008. Son ya cinco años de un enorme deterioro de las condiciones sociales que se derivan de las severas políticas de austeridad.
Luego de un largo periodo en que se mejoraron las condiciones de vida a partir del crédito, se pasó al punto opuesto. La gente quedó endeudada, pierde su empleo e ingreso e incluso la casa. Pierde también el acceso a los servicios públicos como educación y salud, las pensiones van a la baja (el IVA en España es de 21 por ciento, lo que provoca carestía). Los pequeños y medianos negocios mueren como en una epidemia.
Los jóvenes han sido golpeados en forma especial, por el lado del empleo y la educación. Las cuotas universitarias se elevan, los presupuestos para investigación se desploman y es grande el éxodo de profesionales desde los países del sur a los del norte del continente.
El ajuste fiscal ha sido duro y sus repercusiones negativas van mucho más allá de lo apuntado arriba. Las reformas laboral, de pensiones, sanidad y educación son el medio de ajustar a la sociedad –que no a la economía– al marco de la austeridad como si desde ahí se pudiese resurgir como el ave fénix.
Pero recuperar las condiciones sociales tras este golpe no será sencillo y sin conflictos. Aunque la mirada se dirija miopemente al equilibrio de las cuentas públicas. Mientras los costos del ajuste se reparten de forma muy desigual, esa será la marca de cualquier recuperación y, por ello, más larga y onerosa que lograr el equilibrio fiscal.
Una economía en estado de profundo desequilibrio tiene que aceptar esas condiciones en sus políticas públicas. En los países en que la receta de la austeridad ha sido impuesta a ultranza persisten los conflictos políticos y las manifestaciones de repudio social (Portugal, España, Irlanda, Italia, Grecia y por ahora en menor medida en Francia y el Reino Unido). Crecen la xenofobia y la intolerancia, como en ciertos países del este europeo donde abiertamente resurgen los partidos neonazis (Hungría).
Las protestas de la Plaza Taksim tienen otros rasgos que se asocian, en cambio, con la expansión económica de Turquía, pero en un marco de rígido autoritarismo del gobierno. Cuando las condiciones de bienestar mejoran se hacen más patentes y menos admisibles las acciones de control social y hasta individual de un gobierno con ideología religiosa muy asentada. La gente quiere más libertades y más capacidad autónoma de decisión.
Un asunto como el proyecto urbano que afecta a uno de los pocos parques de la ciudad sirve de detonador de una insatisfacción social creciente. No hubo en estas revueltas exigencias de que cayera el gobierno, es más, los discursos de tipo político no fueron los determinantes. Fue la necesidad de ampliar los espacios de realización personal y de decisiones que competen a los individuos. Esto es muy difícil de comprender para un régimen confesional, muy conservador y que se ve a sí mismo como la fuente original de autoridad. La democracia electoral en donde el primer ministro Erdogan y su partido AKP han ganado tres periodos en el gobierno, esta cada vez más cuestionada.
Brasil es un caso de gran interés. En ese país persiste una enorme desigualdad y discriminación social, pero desde el gobierno de Fernando Henrique Cardoso (1995-2002) y luego el de Lula (2003-2010) fueron mejorando las condiciones de la economía, ajustando sus desbalances fiscales y monetarios y cambiando las prioridades de la política pública.
La estabilidad macroeconómica no fue siempre el resultado obtenido, pero sí lo fue la progresiva incorporación de amplios segmentos de la población a condiciones de bienestar sustentados en una mayor capacidad de consumo. Esto incidió de alguna manera, tal vez demasiado frágil aun, en los patrones de la cohesión social, en un entorno general de mucha desigualdad. No obstante se ampliaron las oportunidades de estudio, trabajo y participación social.
Algo pasó en Brasil en esa década y media y eso debe estar asociado con las recientes protestas en contra del gobierno que pudieran entenderse como la exigencia de una mayor participación en la riqueza y el bienestar generados. Las manifestaciones, de alguna manera como pasó en Taksim, fueron convocadas de manera libre y las demandas eran concretas. Sólo algunas semanas después se unieron las grandes centrales sindicales.
El argumento de que los recursos que genera el país deberían ser distribuidos entre la población y no destinarse a proyectos como el Mundial de Futbol y sus arreglos fastuosos sorprende por su sentido popular y social ante las decisiones del gobierno. Esto se extiende casi en forma natural a la reacción contra un sistema político y empresarial muy corrupto y menos aceptable. El tema es cómo y por dónde se abren los espacios en sociedades ampliamente controladas económica y políticamente.
Fuente: La Jornada