Por Bernardo Barranco V.
La asamblea nacional de la Iglesia anglicana, conocida como sínodo general, tomó una histórica decisión en York, norte de Inglaterra, que permitirá a las mujeres ascender a la jerarquía de obispos, es decir, las mujeres podrán ser ordenadas obispas. La Iglesia anglicana tiene la mayor denominación cristiana en Gran Bretaña, con presencia en más de 160 países. Esta decisión trascendental sin duda impacta la tibia actitud de la Iglesia católica sobre el papel de la mujer en la institución. Mientras la Iglesia anglicana desde hace más de 20 años las ordena sacerdotisas y ahora obispas, la Iglesia católica, la jerarquía que incluye al Papa, es contraria a la ordenación de mujeres, así como de responsabilidades estratégicas en posiciones claves dentro de la institución. La decisión anglicana ha sido difícil. Después de más de 20 años en que se permitió el sacerdocio femenino, ha enfrentado debates y la tozuda resistencia de sectores conservadores. Con rebeldía los detractores cuestionan que un tercio del clero es ya femenino, además de que la máxima autoridad de la Iglesia anglicana sea una mujer, la reina Isabel II. Algunos de los sectores obcecados abandonaron el anglicanismo para irse al amparo de la Iglesia católica, bajo la apertura conservadora del papa Benedicto XVI. La salida de dichos sectores ha favorecido al lobby feminista y progresista anglicano, pues ha permitido la ordenación de obispas, medida que requería de dos tercios en todas las cámaras del sínodo general, las de obispos, clérigos y laicos.
Dos grandes rasgos guarda esta feminización de la Iglesia anglicana. El primero es que la mayoría de las sacerdotisas no cobran sueldo y dedican a tiempo parcial su ministerio sacerdotal; segundo, el clero femenino es más progresista y condescendiente con los dilemas y avatares de la sociedad contemporánea. Es decir, está claro que el clero femenino anglicano tiene doctrinas mucho menos conservadoras que el masculino. Resulta sorprendente que solo 33 por ciento de las sacerdotisas crea en la virginidad de María para concebir a Jesús.
La ordenación sacerdotal de mujeres es un hecho relativamente reciente en la vida de las iglesias cristianas en Occidente. Aunque existen antecedentes, data de los años cincuenta del siglo XX. Un censo del Consejo Ecuménico de las iglesias señalaba que, en 1970, entre las 239 iglesias miembros, había 68 en las que se ordenaban mujeres.
Estudios históricos y antropológicos han mostrado que las primeras representaciones de Dios, en las sociedades arcaicas, fueron imágenes femeninas. En los orígenes de la humanidad la representación de Dios era femenina. No se sólo favorecían los sistemas matriarcales, sino que la mujer se representaba como la tierra: la fertilidad y la fecundidad, indispensables para la supervivencia de las frágiles comunidades. Pero con el advenimiento de las sociedades patriarcales, todo esto fue cambiando con el paso del tiempo, en la medida que las sociedades fueron dominadas por los hombres.
El nudo de la discusión teológica e histórica se fundamentaba en dos posiciones. La primera está basada en la escritura y en la tradición; Jesús, sus apóstoles y los discípulos de éstos fueron varones. La Iglesia, por tanto, no tendría autoridad para alterar la ininterrumpida tradición mantenida durante 2 mil años tanto en Oriente como en Occidente. En contraparte, la réplica se basa en la convicción de que Cristo estaba condicionado por su cultura y entorno histórico al no elegir a las mujeres entre sus apóstoles. Sin embargo, su actitud frente a lo femenino salía de los cánones de la época. Los exponentes anglicanos aseveran que el Nuevo Testamento no brinda evidencias contundentes de que sea voluntad de Dios la exclusión de las mujeres del sacerdocio. La humanidad asumida en el misterio pascual de su muerte y resurrección es la humanidad entera, que incluye tanto a hombres como a mujeres. Si no puede demostrarse esta exclusión, entonces la ordenación de las mujeres puede ser entendida muy bien como un desarrollo legítimo de la misma tradición.
En la actualidad, en las instituciones religiosas, generalmente las mujeres modernas se sienten discriminadas, olvidadas e invisibilizadas. Incluso en aquellas iglesias que se han abierto al sacerdocio femenino. Dicho de otra manera, si bien muchas iglesias se han flexibilizado, la mayoría mantiene la primacía patriarcal. Desde luego, un análisis crítico obliga a los matices; sin embargo, es un hecho que las religiones han ejercido –y siguen ejerciendo– una función que relega a la mujer y legitima el orden patriarcal establecido. Paradójicamente, las mujeres son la mayoría de los creyentes y las más fieles seguidoras de los preceptos religiosos. Tienen la responsabilidad educadora de los hijos en las diferentes creencias y tradiciones. Si bien las mujeres han ganado espacios en la vida profesional, pública, académica y científica, en las instancias religiosas aún guardan un papel de subordinación.
El papa Juan XXIII indicó en la encíclica Pacem in terris, 1963, que el ascenso de las mujeres en la vida pública es uno de los signos más importantes de los tiempos. Sin embargo, pese al reconocimiento, la Iglesia católica no se ha atrevido desde entonces a reconocer institucionalmente el nuevo rol de las mujeres tanto en la sociedad como en la Iglesia. Pero cada vez es mayor el número de mujeres, en la sociedad contemporánea, que cuestionan el relegamiento religioso. Tienden a apartarse de las orientaciones morales que les impone el patriarcado religioso y en otros casos: se organizan autónomamente. Muchas mujeres se han rebelado y ha surgido en todas las religiones una nueva forma de pensar y de reformular las creencias y las prácticas religiosas, proceso que los especialistas llaman: la teología feminista. Sin duda la ordenación episcopal de mujeres en Inglaterra alentará las reivindicaciones de las mujeres en las actuales iglesias cristianas y paracristianas. De hecho, la Federación de Mujeres Progresistas en España se ha animado a demandar ya a la Iglesia católica seguir el ejemplo anglicano.
Fuente: La Jornada