Por Jorge Volpi
Para mi generación, es decir, para quienes nacimos durante su apogeo, el PRI parecía una realidad tan sólida como invencible: no sólo un partido hegemónico, sino una porción indisoluble del México construido por la Revolución Mexicana. La identificación entre el partido y el país era tan grande que a nadie le extrañaba que sus colores fuesen los mismos de la bandera. Podíamos odiarlo y anhelar su caída, alcanzada por fin en el 2000, pero era imposible no considerarlo, aun vencido, como una condición indispensable de nuestro sistema.
La subsecuente derrota en el 2006, cuando cayó al tercer puesto, detrás del PAN y del PRD, auguraba una debacle, pero los priistas continuaron comportándose como de costumbre, sin emprender la menor reforma interna o el menor examen de conciencia y simplemente se agazaparon para retomar el poder en 2012, con un candidato que entonces se presentaba como joven, guapo y modernizador, capaz de fungir como ariete frente a la arrogancia de Calderón y la explosión de la violencia desatada por su infausta guerra contra el narco. Nada parecía augurar que, al cabo de seis años, el PRI enfrentaría una crisis aún más severa que la del 2000 y el 2006.
A menos de que algo drástico o inesperado altere radicalmente el panorama, hoy el PRI se encuentra más cerca de la extinción que nunca antes. Quizás Peña Nieto no sea el peor gobernante de su partido -varios de sus predecesores pelearían por ese título-, pero ninguno ha sido más impopular. La razón no se halla solo en la figura del Presidente -tan banal como venal, tan falto de empatía como de cultura-, sino en la sensación que nos deja de que el PRI es irredimible. De que, cuando se le concedió una nueva oportunidad, prefirió regresar a sus prácticas de siempre. Si el PRI puede mudar de piel y de ideología, no logra en cambio modificar su esencia: su condición de escudo para que una panda de saqueadores y arribistas se enriquezcan a nuestra costa.
Desde hace décadas los politólogos se han quebrado la cabeza para definir a este instituto político dominado por las contradicciones, los vaivenes, los cambios de rumbo. Por lo que Cosío Villegas llamó el estilo personal de gobernar. ¿Cómo caracterizar a un partido que a veces es una cosa y a veces la contraria? Sin embargo, mantiene un rasgo inalterable: el de receptáculo de políticos sin escrúpulos unidos por su afán de repartirse beneficios y prebendas. Así nació el PNR: como una alianza de caudillos enemistados pero bien dispuestos a dividirse el botín de la Revolución, y así es como se percibe, casi un siglo después, al PRI de Peña: como una hermandad de ladrones a quienes nada les interesa excepto medrar. Duarte, entre tantos otros, no como excepción sino como arquetipo. La incorporación de un candidato sin militancia, que presume su honestidad a toda prueba, no ha servido un ápice para modificar esta percepción. Mejor: esta certeza. Porque no lo rodean militantes entusiastas -difícil imaginar a alguien entusiasmado con sus discursos-, sino una gavilla de cuatreros que aguarda pacientemente su pago.
Aun así, al PRI le quedaba la sombra de ser el heredero de los ideales revolucionarios. Agotado su crédito moral, al menos podía presentarse como garante de algunos viejos ideales. Y, de pronto, hasta esta última baza ha sido echada por la borda. En su añeja historia, el PRI había transitado de un rumbo a otro, del nacionalismo al socialismo al neoliberalismo, pero siempre presentándose como freno a la derecha representada por el PAN y los derrotados de la Revolución. Hoy, al abrazar a figuras como Meade y sobre todo Mikel Arriola, se ha vuelto un partido que supera el conservadurismo de sus enemigos históricos.
Es probable que, en estas elecciones, el PRI vuelva al tercer sitio en la elección presidencial y pierda todas las gubernaturas en juego, y es casi inevitable que sea borrado por completo de la Ciudad de México. Un reflejo de que, a fuerza de jamás renovarse y escorarse hacia la ultraderecha, en realidad ya se ha extinguido.
@jvolpi
Fuente: Reforma