Por Rolando Cordera Campos
Mientras la batalla de la Autopista del Sol entra en receso, la opinión pública, la publicada y la siempre censurada, se debate entre el desconocimiento y el olvido. ¿De qué se trata todo esto? ¿Qué motiva e impulsa a los profesores de Guerrero y Oaxaca a dejar su actividad profesional y enfrentarse a la policía o a las fuerzas federales en la calle y las vías federales, sin temor y con el pecho abierto? ¿De qué se trata todo esto?
La violencia desplegada por los manifestantes sureños en sus territorios y ahora en el propio DF no guarda proporción con lo que supuesta y realmente estipulan los artículos constitucionales recientemente reformados. Tampoco estas reformas dan lugar, no al menos de manera lineal o automática, a una reglamentación secundaria agresiva y atentatoria de los derechos humanos, en especial laborales, del magisterio. Y sin embargo, debajo de esta y otras reformas legales, se cuecen a fuego lento la sospecha y el temor que años y décadas de descuido oficial y cinismo sindical han propiciado en la actividad pública más importante y decisiva para el presente y el futuro del país.
Se trata, para decirlo pronto, de una falla geológica profunda de nuestra moral pública que no podrá sellarse pronto ni con retórica facilona; mucho menos con desplantes primitivos como los que a diario nos asesta el gobernador guerrerense o las ocurrencias, también primitivas que no tropicales, del gobernador de Oaxaca. Tampoco con bravatas majaderas, como las del flamante dirigente del SNTE, quien no tuvo más recurso para encarar la aguda crítica hecha por Gilberto Guevara, en Veracruz, que recordarle su pasado de líder estudiantil, que no hace sino enaltecerlo.
Nos guste o no, y no tiene por qué gustarnos, el de la educación devino en grave problema de orden político que implica, en efecto, un diálogo nacional, como lo piden los de la coordinadora guerrerense, pero no sólo ni principalmente con ellos, sino con la ciudadanía en su conjunto, sus organizaciones y la representación nacional que se aloja en el Congreso de la Unión.
Tal vez algo como esto debería haber marcado el arranque de la reforma, cuyos contenidos han sido puestos en entredicho por los aguerridos profesores de la CNTE en sus varias versiones, pero ahora lo serán también por la más variopinta de las interpelaciones. De la Iglesia católica a los personeros empresariales; de los grandes consorcios de la comunicación a los inversionistas comodinos que han hecho de la (mala) educación pingüe negocio, voces destempladas que por lustros vieron pasar el cadáver de la educación pública sin inmutarse y hoy, al calor de la gran batalla, se aprestan a volverla abono para sus particulares y lucrativos intereses.
No fue en el pasado remoto cuando las televisoras presumían ser la auténtica Secretaría de Educación; tampoco fue hace mucho que los prelados y sus acólitos pretendieron llevar su particular interpretación de la libertad religiosa al campo de la educación básica y exigieron, exigen, como en Puebla hoy, que el Estado asegure a las familias la formación religiosa de sus hijos. Tampoco ha pasado toda el agua bajo el puente del escándalo cotidiano de las llamada universidades patito, que engordan sus finanzas con cargo a la angustia de los padres de familia cuyos hijos no encontraron lugar en las instituciones públicas y a cambio dan a los jóvenes un pagaré imposible de redimir al cabo de los dos o tres años de supuestos estudios superiores.
Esto y más conforma el poliedro de nuestra tragedia educativa, documentada y estudiada sin descanso por años, por los muchos investigadores de la educación que se tomaron en serio aquello del valor central de la educación consignado en el artículo tercero y ahora refrendado pomposamente por los nuevos reformadores.
Justo Sierra, Vasconcelos o Torres Bodet son figuras señeras de nuestra gesta educacional, pero no se les recuerda hoy por su compromiso con el saber, su cultivo y difusión. Se han convertido en referencia ritual, si acaso, pero no son más coordenadas del quehacer educativo nacional. En su lugar, las columnas y las ondas se llenan de referencias al abuso sindical o al fracaso escolar de que dan cuenta las mediciones, pero el centro del drama que constituye la mala educación de los niños y los jóvenes apenas se toca.
De todo se ha hablado en estos infaustos días de choque y desenfreno, menos de lo mero principal: ¿qué quiere México hacer de sus niños y jóvenes, y así de su futuro? ¿Puede enseñarse a pensar, a contar y razonar, a ubicarse en el mundo, con un currículo como el que actualmente se imparte o dice impartirse en la primaria y la secundaria? ¿Puede verse el pizarrón o la compu, desde una miopía nunca detectada a tiempo, o desde la mal nutrición y la pobreza vergonzosa que somete hoy a millones de niños? ¿Puede impartirse español o aritmética bajo techos de cartón, en aulas sin ventanas y sin vidrios ni agua potable?
Las grandes soluciones privatizadoras ya tocan a la puerta del maltrecho edificio de la educación pública mexicana. Antes de que nos enfilemos a otro encontronazo y asistamos al bochorno de emperifollados doctores de la ley dictando su cátedra sobre los cupones o ¡los éxitos de Pinochet!, no sobra insistir: la educación no es para ser más competitivos, mucho menos para hacer negocio. Tampoco para hacer las veces de guarderías que el Estado no provee con suficiencia y calidad a las madres trabajadoras y mal pagadas. Tampoco es para que los hijos de papá se regodeen con absurdos documentales-verdad y de trasmano no denuncien, sino promuevan su visión retrógrada.
La educación es un tesoro, dijo alguna vez Jacques Delors, pero para nosotros, escribió hace años Gilberto Guevara, se ha vuelto una tragedia ya no tan silenciosa. Salir de este pozo no será fácil y no lo haremos si nos empeñamos en ver a la educación como un campo de batalla más por posiciones, poder y capacidad de maniobra. De eso se encargó el SNTE bajo la férula de la profesora y así nos fue.
Se trata de otra cosa, fundamental como el resto de los derechos humanos que ahora son los criterios maestros del desempeño de la nación y del Estado. Volver a lo básico, no al mercado como neciamente quisieron hacerlo los neoliberales, significa recuperar la noción central de que es la república, su desarrollo y fortaleza, la que requiere como las plantas la savia, de una educación ambiciosa y audaz sin la cual la raíz republicana se marchita y nuestro lugar en el mundo se empobrece.
Es por esto y más que hay que darle un giro al debate y poner un alto justo y respetuoso a la movilización desbordada y peligrosa de estos días. Ya nos lo advirtieron el miércoles Unicef y Coneval: la pobreza mexicana se encanija con los niños y los jóvenes y frente a ello la educación no puede blindarse.
Bien público esencial, la educación exige un trato integral que a su vez supone un gran acuerdo nacional. Estamos de frente al desmembramiento de nuestro contrato fundacional porque la grandeza mexicana de que nos hablaran Balbuena y Novo se ha tornado pobreza, debilidad de alma y materia que no podrá subsanarse con fuerza o amenazas, sino con compromiso político y honestidad intelectual que ahora se ponen a prueba.
Fuente: La Jornada