Por Javier Sicilia
“Están en algún sitio / concertados / desconcertados / sordos / buscándose / buscándonos / bloqueados por los signos y las dudas / contemplando las verjas de las plazas / los timbres de las puertas / las viejas azoteas / ordenando sus sueños / sus olvidos / quizá convalecientes de su muerte privada// nadie les ha explicado con certeza / si ya se fueron o si no / si son pancartas o temblores / sobrevivientes o responsos// ven pasar árboles y pájaros / e ignoran a qué sombra pertenecen// cuando empezaron a desaparecer / hace tres cinco siete ceremonias / a desaparecer como sin sangre / como sin rostro y sin motivo / vieron por la ventana de su ausencia / lo que quedaba atrás / ese andamiaje de abrazos cielo y humo// cuando empezaron a desaparecer / como el oasis en los espejismos / a desaparecer sin últimas palabras / tenían en sus manos los trocitos / de cosas que querían// están en algún sitio / nube o tumba / están en algún sitio / estoy seguro / allá en el sur del alma// es posible que hayan extraviado la brújula / y hoy vaguen preguntando preguntando/ dónde carajo queda el buen amor/ porque vienen del odio”.
Este poema, Desaparecidos, de Mario Benedetti, que habla de los desaparecidos durante la llamada “guerra sucia” en América Latina, es un poema que parece escrito hoy para nosotros. No conozco en toda la poesía que he leído palabras más profundas y bellas para aproximarnos a la terrible experiencia de los desaparecidos y de los familiares que los buscan. No conozco, por lo mismo, palabras más certeras para gritarle a un Estado y a un país con más de 30 mil desaparecidos que tenemos una inmensa deuda con ellos y sus familias: la deuda de encontrarlos, de resarcir sus nombres, sus historias, y de devolverles, contra el odio que se los llevó, la casa, el descanso, el lugar, la paz que sólo el buen amor puede devolverles.
Leer y releer este poema, a una semana apenas del día consagrado a los desparecidos por la violencia (30 de agosto), es, por lo mismo, un deber de conciencia. Es también una obligación que debe hacernos sentir vergüenza y llevarnos a protestar y a resolver una forma del mal desconocida por sociedades que no tenían la menor idea de los derechos humanos: la supresión absoluta de la presencia de un ser humano en la tierra.
Los genocidios o la maldición con la que la Iglesia solía acompañar la ejecución de un hereje: “Que nadie se acuerde de su nombre”, lo testifican. Pero aún allí quedaban vestigios, presencias de alguien –por más despreciable que se le considerara– que fue, y que a partir de entonces dejó de estar en la vida de los hombres. Los mismos herejes, con esa maldición a cuestas, eran enterrados en campos maldecidos por sus enemigos. El propio Aquiles, que arrastró el cuerpo muerto de Héctor alrededor de las murallas de Troya como un signo de que borraba su existencia y la de su pueblo, devolvió el cuerpo a su padre.
La desaparición es un hecho de las sociedades con avances tecnológicos y organizaciones burocráticas tan descomunales como perversas; es también el fruto de un mercado sin límites y de una “cultura” –palabra equívoca para hablar de lo que niega la vida– que han reducido al ser humano a cosa, a desperdicio. Es la aporía de la civilización moderna. Su emblema más atroz es el horno crematorio de los nazis –esas tumbas, dice el poeta Paul Celan, fabricadas en el aire–, la fosa común, horriblemente sellada, de los gulags soviéticos y, luego, de las juntas militares latinoamericanas, y ahora el ácido y el diésel con los que operan los criminales en México. La evidencia es tan espantosa y demencial que una buena parte de la clase política se resiste a aceptarla y a tipificarla como delito y, al igual que en la Alemania nazi, una gran parte de la sociedad se encierra en la negación.
Treinta mil desaparecidos son sólo cifras, abstracciones que no dicen nada del horror inaudito. Jamás, fuera de un estadio donde los seres humanos son sólo manchas multicolores, podremos ver 30 mil rostros juntos: sus rasgos, sus ojos, sus expresiones de sufrimiento o de alegría, sus presencias tan necesarias como irrepetibles. Por eso la lectura del poema de Benedetti es fundamental para sentir lo que la estadística y las cifras nos niegan. Ese poema debería obligarnos a cerrar los ojos e imaginar los rasgos de nuestros hijos, sus sonrisas, sus maneras de ser que tanto amamos, para luego abrirlos e imaginar que ya no están, que unos hijos de puta, con la complicidad o la indiferencia del Estado, borraron su existencia, incluso los vestigios de su vida entre nosotros.
Entonces sentiremos la vergüenza, la indignación y la rabia que nos faltan y estaremos de nuevo junto a todos aquellos que el 30 de agosto, ante el Museo Memoria y Tolerancia, se unieron para gritar: “No desapareceremos (es decir, no volveremos a la alegría y el anonimato de nuestras vidas cotidianas) hasta que aparezca el último de nuestros herm@nos”, hasta que resarzamos la deuda que este país tiene con ellos, porque “están en algún sitio / concertados / desconcertados / sordos / buscándose / buscándonos / bloqueados por los signos y las dudas (…) preguntando / dónde carajo queda el buen amor / porque vienen del odio” y nos aguardan como una acusación para que los encontremos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
Fuente: Proceso