Por Adolfo Sánchez Rebolledo
Es imposible no estar de acuerdo cuando se trata de erradicar el hambre de la vida de los 7.4 millones de mexicanos que padecen las formas más severas de la pobreza. Pero en este punto, como en tantos otros que hoy se discuten, hay demasiados deja vu, cierto abuso de los clichés de siempre para registrar el azoro de un gobierno que aún no se explica cómo es que “en pleno siglo XXI, a pesar de haber logrado avances importantes en diversos ámbitos… millones de personas padezcan hambre”. No extraña, pues, que en Las Margaritas no se menciona una sola vez la palabra desigualdad. Se omite toda referencia histórica, cualquier intento de explicar cómo y por qué, no obstante la cascada de recursos públicos destinados a paliar la pobreza, a pesar del éxito exportable de los programas insignia, las condiciones de vida de millones de mexicanos siguen igual o peor que antes. No se quiere hablar de fracaso, pero la realidad ahí está, inocultable.
Pero en cambio se afirma que la nueva política social representa un cambio estructural marcado por la reingeniería administrativa y una mayor coordinación para racionalizar la aplicación de 70 programas existentes (lo cual sin duda es imprescindible). El gobierno insiste en que no se trata de impulsar un curso asistencialista, pues la cruzada no se limitará a donaciones de alimentos, porque va a incrementar la inclusión productiva de sus beneficiarios, aunque hasta hoy esa se mantenga como una declaración de intenciones que ninguno de los anteriores programas focalizados resolvió satisfactoriamente.
A estas alturas, con lo dicho, es difícil advertir cuál es la conexión necesaria (estructural, digamos) entre la Cruzada Nacional contra el Hambre y otros objetivos nacionales en materia de crecimiento y desarrollo. Por más optimismo que despierte la nueva dinámica legislativa, y muy a pesar del Pacto por México, hay que decir que aún no estamos ante un cambio de estrategia, pues siguen vigentes los mismos paradigmas que, entre otros cosas, favorecen las condiciones de desigualdad, en las que se pauperiza la población, se destruye empleo y se reciclan la pobreza y el hambre.
Habrá que esperar a ver cómo se concretan en las leyes y en la práctica las reformas que México necesita tan cansinamente anunciadas. Interesa saber si en la lucha por un piso mínimo de bienestar, la reforma hacendaria prometida desmitificará los tabúes que históricamente han impedido la redistribución del ingreso o si, mediante las cuentas del gran capitán se recurre, por ejemplo, a la generalización del IVA en medicinas y alimentos, junto al expediente compensatorio derivado de la venta de garaje de las empresas públicas, es decir, en este caso, de la privatización de las actividades de Pemex, que es el objeto del deseo de los capitales globales interesados en el negocio mexicano.
Pero lo que sí es real es que habrá recursos suficientes como para sacudir a las comunidades más pobres de 400 municipios marcados por la exclusión. Y esto ha alertado viejos temores, sobre todo entre los partidos no oficiales que suscriben el pacto. Temen que la alianza sea un mecanismo para arrasar en las próximas elecciones, aun si ciertas prácticas anómalas lograran contrarrestarse. Y, desde luego, existen sobrados antecedentes para alimentar la sospecha. Pero al menos la izquierda debe ensayar una postura crítica que no contraponga la agenda democrática a la agenda social. La oposición al asistencialismo debe transformarse en la afirmación de los derechos inviolables de la ciudadanía y en la ubicación de la cuestión social como un componente central (no sólo compensatorio) de la política general del Estado.
Dice el gobierno que la gran protagonista de la Cruzada Nacional contra el Hambre será la sociedad mexicana en movimiento, que donará su tiempo y esfuerzo para recrear en mejores condiciones la vida comunitaria. Hay que estar pendientes para impedir que la misma idea de cruzada haga del hambriento un damnificado, la víctima de un desastre fatal del que nadie se responsabiliza, y al cruzado, el portador paternalista de la bolsa y el bien, en el héroe de la historia. Por eso, junto con la vigilancia para impedir la manipulación política, las fuerzas progresistas deberían asumir en serio su responsabilidad, embarcándose en la fiscalización crítica de las asignaciones públicas y sus usos (y no sólo en la denuncia de sus consecuencias), asumiendo que la lucha contra el hambre y la desigualdad requiere de un cambio de fondo en el régimen y en la economía.
Fuente: La Jornada