Por Fabrizio Mejía Madrid
Ahora que se vuelve a hablar de una nueva integración latinoamericana recordé la leyenda de los “césares”, serie de historias que se han sostenido vivas en el imaginario argentino, chileno, y boliviano durante medio milenio. Como señala el ensayo del mismo nombre del historiador chileno Ricardo Latchman, publicado hace exactamente 90 años, en ellas confluyeron dos tipos de leyendas: la de unos náufragos españoles perdidos en la Patagonia y la de una ciudad hecha plenamente de oro cuyo resplandor se podía ver desde Buenos Aires.
Para el siglo XVIII la leyenda decía que los náufragos llevaban un cargamento de oro que tuvieron que utilizar para levantar sus casas, iglesias y escuelas. No por otra cosa el Río de la Plata se llama así: era la ruta para llegar a la Sierra de Plata, lugar donde se asentaba la Ciudad de los Césares.
Uno pensaría que el nombre es por los dirigentes imperiales de la antigua Roma, pero no. El origen del nombre nos dice mucho de nuestra América Latina y cómo la hemos construido a base de dos ideas que se mezclan y separan cada cierto tiempo: el botín y el prodigio. Como dice el libro de Fernando Aínsa, vamos con facilidad de la Edad de Oro, es decir, de un tiempo en que no había que trabajar ni se envejecía, a la idea de El Dorado, esto es, un espacio lleno de riquezas tan abundantes que bien valían la pena los viajes sin retorno. El botín y el prodigio han fundado América y lo hicieron mediante una profecía trágica: los españoles se lanzan a la conquista de las tierras indígenas seguros de que el cordobés, Séneca los valida desde el final del acto II de su Medea: “Tiempos vendrán al paso de los años en que suelte el océano las barreras del mundo y se abra la tierra en toda su extensión”. Hernando, el hijo de Colón, y otros, como Bartolomé de las Casas, citarán a Séneca como una validación del carácter “español” de la empresa.
Pero volvamos a la Ciudad de los Césares. El 3 de abril de 1526 el marino Sebastián Caboto, que ha engañado a la Corona diciendo que su expedición es hacia las islas Molucas para buscar especias, se dirige con tres navíos a buscar la ciudad de un supuesto “rey blanco”, que está más allá de los Andes y que debe su nombre a que está cubierto por plata. Descubre que hay unos españoles que naufragaron diez años antes en la selva de Brasil en una expedición desastrosa de Juan Díaz de Solís. Ellos le cuentan de una ciudad de oro. Resulta que uno de los que acompañan a Caboto y que escucha estas leyendas de náufragos se llama Francisco César. Éste es el “césar” de la leyenda, no los emperadores romanos. Se habría embarcado con los “césares”, unos quince marinos más, para buscar la ciudad de oro, cruzan los Andes, y no encuentran más que una planicie llena de “ovejas como las del Perú”. A su regreso al fuerte de Espíritu Santo descubre que Caboto y sus hombres lo han abandonado. El capitán César se embarcará en la expedición hacia el Darién, en Venezuela, en 1532, y morirá en el intento, seis años después.
La otra mitad de la leyenda, la de los náufragos españoles, sucedió así: en 1539, en un viaje para establecerse en las mismas islas Molucas, un navío con 150 marinos naufraga en una tempestad en el estrecho de Magallanes. Como llevan todas las cosas para arraigarse, se presume que estos náufragos lograron establecerse y fundar una ciudad en la Patagonia en medio de una laguna, al estilo de los mexicas en Tenochtitlán. A esa ciudad se le empieza a llamar “de los césares” y ahí se juntan las dos historias.
Hay muchas expediciones en busca de la Ciudad de los Césares: la de Diego Rojas (1543), Francisco de Villagra (1551), Gerónimo de Alderete (1583), Lorenzo Bernal (1604), Diego Flores de León (1621), éstas últimas ya basadas en el “descubrimiento” de una investigación que da cuenta de unos sobrevivientes, Obiedo y Cobos, que supuestamente llegaron de regreso en 1563 para decir que sí existía tal ciudad y que los náufragos tenían hijos e hijas con indios pulche de la Patagonia.
Según ese testimonio, el capitán de la nave náufraga, Sebastián Argüello, fundó una ciudad para defender a “los indios con los que estaba emparentado” de las incursiones de los incas “que habían invadido la Pampa”. El lugar de la ciudad era un valle, ya no una laguna, que tiene un nombre por demás musical: “Talán y Curaca”. También le llaman “Trapalanda” o “Lin Lin”.
Pero el que dedicó su vida entera a buscar la Ciudad de los Césares fue el Padre Nicolás Mascardi, que fue a oriente, poniente y sur de Chile y Argentina, seguro de que la encontraría. Redactó cartas en castellano, latín, griego, araucano, puelche, poya e italiano pidiendo a “los Señores españoles establecidos en la Ciudad de los Césares” que le respondieran para irlos a conocer. Esas cartas eran llevadas por indios a los cuatro puntos cardinales desde Buenos Aires y la sola imagen de esos mensajeros dirigiéndose a un lugar de espejismo es suficiente para mirar nuestra América en lo que de absurda y prodigiosa todavía tiene.
El Padre Mascardi hizo más de diez viajes hasta que un cacique indio, Antullanca, lo guió en 1673 al final del estrecho de Magallanes, para asesinarlo.
El último de los aventureros es Silvestre Antonio Díaz de Rojas que le jura al rey en 1714 que él conoce la ciudad y le solicita lo haga gobernador de la misma.
Escribe en su recuento, puramente literario: “Sus Alamedas de diferentes árboles frutales que cada una de ellas es un Paraíso, solo carecen de viña y olivares por no tener sarmientos para plantarlos. También tienen por la parte del Sur cosa de dos leguas, poco más la Mar vecina, de donde se proveen de Pescado rico y Marisco para el mantenimiento del Invierno. Y finalmente, por no ser molesto en esta descripción, digo que es el mejor temperamento y más benévolo que se halla en toda la América porque parece segundo Paraíso Terrenal; según la abundancia de sus arboledas de Cipreses, Cedros, Álamos, Pino, Naranjos, Robles y Palmas y la abundancia de diferentes frutas muy sabrosas. Y es tierra tan sana que la gente muere de pura vieja porque el clima de la tierra no consiente achaque ninguno por ser la tierra fresca por la vecindad que tiene de las Sierras Nevadas. Solo faltan españoles para poblar y desentrañar tanta riqueza”.
Era, la de Díaz de Rojas, una tierra donde se juntaba la casi inmortalidad, la ausencia de dolor –propias de la Edad de Oro griega– con las riquezas de El Dorado. Pero había algo más: españoles naufragados conviviendo con indios patagonios, labrando unas alamedas paradisiacas. ¿Hay mejor símbolo de lo que América es en nuestro imaginario? El botín y el prodigio de una ciudad que se llama del César por un marinero despistado.
Pero las leyendas nunca terminan al mismo tiempo que las expediciones para encontrarlas. Hay todavía una historia oral que se repite en las pampas argentinas y en el territorio mapuche de Chile. Y es la de una ciudad que puede verse durante unas horas al año, en Viernes Santo, y que deslumbra, más allá de los Andes, con sus destellos.
Es la América donde “todavía es posible”, la del cristianismo primigenio –tanto los 12 franciscanos de Motolinia como las de la Teología de la Liberación–, la de las revoluciones igualitaristas tanto de Zapata como del Che Guevara, las de las democracias ciudadanizadas, tanto de Paulo Freire como las de ahora de los manifestantes en Chile, Ecuador, Honduras. Es la América de lo admirable pero siempre al alcance, no tanto de lo lejano, sino de ese límite de lo posible que muchas veces sigue la ruta para descubrir la Ciudad de los Césares: de la imaginación, a la expedición, a descubrir que no existe el lugar sin dolor, sin muerte. La América donde todo está todavía por iniciarse, sobre todo en la mirada de los que la habitamos.
De esas y otras tradiciones sobre nuestra Ciudad de los Césares, Francisco Cavada, en Chiloé (1914) recoge una de un campesino andino:
–César es una ciudad encantada. No es dado a ningún viajero descubrirla, aunque la ande pisando.
Fuente: Proceso