Por Chris Hedges/ ICH Truthdig
Tuve mi primera experiencia con los militares estadounidenses cuando era un joven periodista que cubría la guerra civil de El Salvador. Los periodistas éramos informados cada semana en la Embajada de EE.UU. por un coronel del ejército estadounidense que entonces dirigía el grupo militar de asesores estadounidenses del ejército salvadoreño. La realidad de la guerra, que duró de 1979 a 1992 tenía poco parecido con la descripción regurgitada cada semana para ser consumida por la prensa. Pero lo más evidente no era la flagrante desinformación –ese coronel en particular aparentemente había aprendido a fingir ante el público durante sus múltiples estadías en Vietnam– sino el odio a la prensa de ese sujeto y de otros altos oficiales de las fuerzas armadas de EE.UU. Dicen que cuando le dijeron por primera vez que tendría que hablar con la prensa una vez por semana, el coronel protestó contra la pérdida de su tiempo con esos “comunistas impotentes”.
Durante los 20 años siguientes fui de una zona de guerra a otra como corresponsal extranjero inmerso en la cultura militar. Una memorización repetitiva y la insistencia en una obediencia ciega –similar al modo utilizado para entrenar a un perro– funcionan en el campo de batalla. Las fuerzas armadas ejercen un control casi total sobre las vidas de sus miembros. Su bien establecida jerarquía asegura que los que adoptan los modos de conducta aprobados ascienden y los que no lo hacen son injuriados, insultados y acosados. Muchas marcas de la vida civil son eliminadas. Las formas personales de vestimenta, peinado, habla y conducta son enérgicamente reguladas. La individualidad es aplastada física y luego psicológicamente. La agresividad es recompensada. La compasión es degradada. La violencia es la forma favorita de comunicación. Esas cualidades tienen valor en la guerra, son un desastre en la sociedad civil.
Homero mostró en La Ilíada su idea de la guerra. Sus héroes no son hombres agradables. Son engreídos, imperiosos, repletos de furia y violencia. Y Odiseo, el personaje central de Homero en La Odisea, en su viaje de retorno a casa de la guerra tiene que aprender a despojarse de su “corazón de héroe”, a liberarse de los atributos militares que le sirvieron en la guerra pero amenazan con condenarlo fuera del campo de batalla. Las cualidades que nos sirven en la guerra nos derrotan en la paz.
La mayoría de las instituciones tienen a promover mediocridades, cuyos dones primordiales son saber dónde reside el poder, en ser serviles y obsequiosos ante los centros del poder y no dejar que la moralidad sea un obstáculo en su carrera. Los militares son los peores en este sentido. En las fuerzas armadas, sea en el campamento militar Paris Island o West Point, se les entrena para no pensar sino obedecer. Lo que sorprende en los militares es cuán estúpidos y aburridos son sus altos oficiales. Los que tienen cerebros y están dispuestos a utilizarlos parecen ser apartados mucho antes de que puedan llegar a las filas de los altos oficiales. Los numerosos generales del ejército que traté durante años no solo carecían de la creatividad y la independencia intelectual más rudimentarias sino que siempre consideraban que la prensa, así como un público informado, afectaban su amor por el orden, por la reglamentación, por la obediencia inquebrantable ante la autoridad y por el uso decidido de la fuerza para resolver problemas complejos.
Por lo tanto, cuando oí a James R. Clapper, teniente general retirado de la Fuerza Aérea y actualmente director de inteligencia nacional del gobierno federal, denunciando a Edward Snowden y a sus “cómplices” –o sea periodistas como Glenn Greenwald y Laura Poitras– ante el Comité de Inteligencia del Senado la semana pasada, no me sorprendió. Clapper afirmó, sin presentar ninguna evidencia, que las revelaciones de Snowden habían causado “un daño profundo” y habían puesto en peligro vidas estadounidenses. Y todos los que han ayudado a Snowden son culpables de traición desde el punto de vista de Clapper.
Clapper y muchos otros que provienen de las fuerzas armadas no perciben ninguna diferencia entre terroristas y periodistas, y al hablar de periodistas no me refiero a cortesanos lamebotas en la televisión y en Washington que pretenden serlo. Realiza una entrevista con un miembro de al Qaida, como lo he hecho, y a los ojos de generales te conviertes en un miembro de al Qaida. La mayoría de los generales que conozco no reconocen ninguna necesidad de tener una prensa independiente. Los comodines que obedientemente se sientan hasta el final de sus conferencias de prensa o los siguen en giras de prensa aprobadas previamente y publican sus mentiras, representan la idea de periodismo de los generales.
Cuando estuve en Centroamérica, los oficiales estadounidenses que suministraban apoyo a los militares de El Salvador o Guatemala, junto con ayudar a las fuerzas de la Contra que entonces combatían al Gobierno sandinista en Nicaragua, no distinguían entre nosotros, los periodistas, y las fuerzas rebeldes o el Gobierno izquierdista sandinista. Todos éramos lo mismo. Los periodistas y fotógrafos, a menudo después de un día o dos de caminata para llegar a pequeñas aldeas, informaban de masacres del ejército salvadoreño, el ejército guatemalteco o los contras. Cuando las historias aparecían, los oficiales estadounidenses estallaban usualmente de furia. Pero su cólera no iba dirigida contra los que apretaban los gatillos sino a los que escribían sobre los asesinatos masivos o fotografiaban los cuerpos.
Por eso, después que Barack Obama promulgase la Sección 1021 de la Ley de Autorización de la Defensa Nacional, que permite que los militares estadounidenses capturen a ciudadanos estadounidenses que “apoyen sustancialmente” a al Qaida, los talibanes, o “fuerzas asociadas”, los despojen del debido proceso y los retengan indefinidamente en centros de detención militar, entablé demanda contra el presidente. Yo y los demás demandantes ganamos en el tribunal de distrito de EE.UU. Cuando Obama apeló contra el dictamen, éste fue revocado. Ahora tratamos de llegar a la Corte Suprema. La Sección 1021 es un recuerdo escalofriante de lo que puede hacer gente como Clapper para destruir los derechos constitucionales. No ven ningún papel útil para una prensa libre, una prensa que cuestione y desafíe el poder, y son profundamente hostiles a su existencia. Supongo que Clapper, si tuviera libertad de acción, nos encerraría, tal como los militares egipcios han arrestado a varios periodistas de Al Jazeera, incluyendo algunos occidentales, por acusaciones relacionadas con terrorismo. La mentalidad militar es sorprendentemente uniforme.
Los militares de EE.UU. han ganado la guerra ideológica. La nación ve los problemas humanos y sociales como problemas militares. Para combatir a los terroristas los estadounidenses se han convertido en terroristas. La paz es para los débiles. La guerra es para los fuertes. La híper-masculinidad ha triunfado sobre la empatía. Nosotros, los estadounidenses hablamos al mundo exclusivamente en el lenguaje de la fuerza. Y los que supervisan nuestro masivo Estado de seguridad y vigilancia tratan de hablarnos en el mismo lenguaje demencial. Todos los demás puntos de vista deben ser excluidos. “A falta de puntos de vista opuestos, la forma más elevada de guerra de propaganda puede ser librada: la propaganda para una definición de la realidad dentro de la cual solo ciertos puntos de vista limitados son posibles”, escribió C. Wright Mills. “Lo que está siendo promulgado y reforzado es la metafísica militar, la mentalidad que define la realidad internacional como básicamente militar”.
Por eso gente como James Clapper y el abultado aparato militar y de seguridad y vigilancia no deben disponer de un poder incontrolado para realizar una vigilancia generalizada, para realizar entregas extraordinarias y encarcelar indefinidamente a estadounidenses como terroristas. Por eso la nación, mientras nuestro sistema político sigue sumido en la parálisis, debe dejar de glorificar valores militares. En tiempos de turbulencia los militares siempre parecen una buena alternativa. Presentan la fachada del orden. Pero el orden en los militares, como el pueblo egipcio vuelve a comprobar ahora, se parece a la esclavitud. Es el orden de una prisión. Y es donde Clapper y sus generales y jefes de la inteligencia quisieran colocar a cualquier ciudadano que se atreva a cuestionar su derecho sin impedimentos a convertirnos a todos en reclutas atolondrados. Tienen el poder necesario para convertir sus sueños demenciales en realidad. Y es nuestra tarea arrebatarles ese poder.
* Chris Hedges pasó casi dos décadas como corresponsal extranjero en Centroamérica, Oriente Medio, África y los Balcanes. Ha informado desde más de cincuenta países y ha trabajado para The Christian Science Monitor, National Public Radio, The Dallas Morning News y The New York Times, para el que estuvo escribiendo durante quince años.
Fuente: http://www.informationclearinghouse.info/article37535.htm
Traducción de Germán Leyens/ Rebelión