Por Marta Lamas
La autoridad máxima de la Iglesia católica, el señor Jorge Bergoglio, se preguntó hace unos días: “¿Quién soy yo para juzgar a los gays?”. Si nos atenemos a lo que dice el Diccionario de la Real Academia sobre “juzgar”, yo sí creo que Bergoglio debería juzgar a los gays. Juzgar es: “Dicho de la persona que tiene autoridad para ello: Deliberar acerca de la culpabilidad de alguien, o de la razón que le asiste en un asunto, y sentenciar lo procedente”. Desde la autoridad simbólica que le otorga el papado, Bergoglio debería “deliberar” sobre las razones que llevaron a los países de la Unión Europea a legalizar la homosexualidad al grado de establecer el matrimonio entre personas del mismo sexo.
Bergoglio podría estudiar el proceso por el cual todo país signatario de la Convención Europea de Derechos Humanos procedió a la despenalización de la homosexualidad para ser integrada al Consejo de Europa. Tal vez lo más importante de tal proceso radica en la conclusión sobre lo que hace que una sexualidad sea ética: el valor de suma importancia es el consentimiento, definido como la facultad que tienen las personas adultas, con ciertas capacidades mentales y físicas, de decidir su vida sexual.
Así, lo definitorio en relación a si un acto sexual es ético radica no en un determinado uso de los orificios y los órganos corporales, sino en la relación de mutuo acuerdo y de responsabilidad de las personas involucradas. Por eso un hombre que viola a una mujer (relación heterosexual) hace algo no ético, ¡y patológico!, mientras que cualquier intercambio entre personas del mismo sexo donde haya verdaderamente autodeterminación y responsabilidad mutua es ético.
A diferencia de tal perspectiva laica y democrática, el dogma católico sólo acepta el acto sexual cuando es un medio para reproducir a la especie. Además, al valorar fundamentalmente el aspecto procreativo de la relación sexual, considera anormal, enferma y moralmente inferior la actividad sexual no heterosexual y fuera del matrimonio. El Vaticano, aferrado a concepciones arcaicas sobre la sexualidad humana, no acepta que parte de su feligresía tenga prácticas homosexuales e incluso confunde la pederastia de sus propios sacerdotes con la homosexualidad.
Y como ni los creyentes ni muchos de los oficiantes respetan las prohibiciones dogmáticas, ¿no sería mejor que Bergoglio analizara la vigencia de ciertos principios religiosos a la luz del conocimiento? Justamente eso propuso el cardenal Carlo Maria Martini poco antes de morir: revisar la encíclica Humanae Vitae a la luz de las verdades científicas de hoy.
Al ser el jefe del Vaticano, Bergoglio enfrenta varios desafíos. Uno es el de transformar las posturas dogmáticas aceptando, como señaló Martini, que la Iglesia ha de respetar lo que sabe la ciencia. Sobre todo porque los tiempos cambian y las nuevas tecnologías de comunicación, especialmente el internet, han difundido ampliamente mucha mayor información sobre la sexualidad. Esto ha erosionado el poder de la Iglesia para imponer sus estrechos parámetros moralistas en temas sexuales y reproductivos. El divorcio, los programas de educación sexual, las leyes de salud sexual y reproductiva, entre otras reformas, han ampliado en los países judeocristianos y occidentales los márgenes de libertad para que la ciudadanía decida qué tipo de sexualidad ejercer, qué tipo de familia quiere formar y, en el caso de desear hijos, cómo procrearlos y cuántos tener.
La investigación académica sobre la sexualidad humana, iniciada en diversos países hace años, ha impulsado el cambio del régimen legal sobre la homosexualidad, lo que ha representado un alivio significativo para cientos de millones de personas. La libertad sexual y el respeto a la diversidad sexual son hoy hilos que entretejen la calidad democrática de una nación. Negar a las personas homosexuales los mismos derechos que tienen las personas heterosexuales es una injusticia que ya no aceptan distintos grupos sociales decididos a construir sociedades más justas y menos hipócritas.
La Iglesia católica arrastra un rezago sustantivo en varios temas de la modernidad contemporánea, pues tiene serias deficiencias respecto al saber científico. La velocidad con la que las sociedades adaptan su normatividad legal a la información científica resulta un desafío para una institución tan anquilosada intelectualmente. ¿Será el cura argentino capaz de aggiornarse o seguirá defendiendo el dogma heteronormativo? La declaración de Bergoglio abre lo que se llama “una ventana de oportunidad”: la posibilidad de que la Iglesia de Roma se ponga al día respecto a la sexualidad humana.
Bergoglio dio un paso, insuficiente sin duda, pero que provocará reacciones del ala más conservadora del catolicismo. La renuncia de Ratzinger desacralizó el carácter de designación divina que tenía el nombramiento del Papa y lo humanizó en tanto funcionario de una institución religiosa. Y si ya se comprende que ser Papa es un trabajo, y no un mandato celestial, está claro que el nuevo funcionario debe capacitarse en los temas candentes y controvertidos. Esto, y no su buena voluntad, marcará el giro que la Iglesia católica debe atreverse a dar si mira al futuro.
Fuente: Proceso