Juan Gabriel: Victoria y sus otras madres

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Entre la locura, el fuego y el éxodo

Por Alfredo Espinosa*

En 1950, el pequeño artista tenía dos o tres meses, y hasta su cuna habría de alcanzarlo la tragedia.

La hierba estaba alta y seca y los campesinos de Parácuaro preparaban la tierra para el próximo cultivo. Su padre, Gabriel Aguilera, azuzado ya por las deudas y por los demonios de la locura, se dispone a quemar los montoncitos de hierba que había arrancado desde el amanecer.

El aire sopla, todavía fresco, con ráfagas furiosas.

Gabriel Aguilera prende un cerillo, lo acerca a la yesca y presurosamente la lumbrada crece, el incendio se propaga por los pastizales, su oleaje es poderoso e impredecible y cabalga por otras tierras y termina arrasando con propiedades propias y ajenas. Cuando las cenizas se dispersan por el aire, el loco Gabriel se echa al agua, asustado y con la piel quemada. Y cuando sale de ella, el pueblo entero quiere lincharlo. La familia se apresura a protegerlo y por fin se decide a llevarlo a La Castañeda, el manicomio de la Ciudad de México.

Meses después se fuga del hospital y retorna a Parácuaro. La inquietud renace, la familia se divide. Gabriel alucina y delira, por lo deciden que el loco Gabriel debe reinternarse.

Victoria, amamantando todavía al pequeño artista, en la miseria y con el marido en el manicomio de la Ciudad de México, decide cargar con sus hijos y marchar rumbo a la frontera norte. El hijo más pequeño va en sus brazos y todavía se llama Alberto Aguilera. No la deja moverse libremente. Quien años más tarde será Juan Gabriel es un estorbo y aun así Victoria emprende su viacrucis.

La familia de Juan Gabriel es el testimonio doloroso de los fracasos de los programas gubernamentales para el campo, y documenta con su propio éxodo y trashumancia la irresponsabilidad del poder político en México.

Me has dejado solo,  estoy llorando

Al llegar a Ciudad Juárez, Victoria lucha, es paracaidista en una colonia en las márgenes de una ciudad que crece anárquicamente, construye con cartones su casa en los desiertos. Trabaja de sirvienta y sus hijos mayores suman sus fuerzas para enriquecer a la naciente y ya desalmada industria maquiladora, ese eslabón estratégico del apresurado proyecto neoliberal. Apenas ganan para sobrevivir; ella necesita apoyo para continuar las batallas en un desierto en vías de asfaltarse y se consigue un hombre. Ella jamás podrá entender la canción que veinte años más tarde cantaría un tal Juan Gabriel, que resultaría ser el hijo que cargaba entre sus brazos, acerca de que “en la frontera, en la frontera, la gente es más feliz y más sincera”.

Meses más tarde, quizá años, Gabriel Aguilera vuelve a escaparse de La Castañeda pero ya su familia no vive en Michoacán sino en Ciudad Juárez. Unos dicen que lo vieron deambular como un fantasma en aquellas tierras, otros comentan que fue arrollado por el ferrocarril, otros más que nunca volvieron a saber de él. La suerte y la indolencia habían decidido que terminara de extraviarse definitivamente.

En esos difíciles días, el niño Alberto Aguilera, es un estorbo para proseguir con la vida y buscan acomodarlo en algún lugar. Virginia, la hermana, tampoco podía cuidarlo. Ese día le compraron a Alberto zapatos nuevos y en su bolsa tintineaban dos pesetas. De la mano de las mujeres que más amaba, sentía que la vida era buena y sonreía. Estaba de fiesta. Caminaron un poco y luego entraron a una vieja casona silenciosa en la que deambulaban mujeres vestidas de largo y de negro como pájaros enormes a quienes se les había olvidado la gracia del vuelo. Con un movimiento apresurado las amadas mujeres se desprendieron de sus manos infantiles, mientras que otra, fría, huesuda, lo agarraba para llevarlo a un cuarto grande en donde amontonaban varios catres. Uno de ellos le pertenecía.

Estuvo despierto toda la noche, alerta y a la espera, y cuando empezó a clarear, cansado de pensar en su madre, se convenció de que había sido abandonado, de que se había quedado solo.

Me he quedado solo, sin tus besos,

estoy solo, triste y abandonado.

Vida, tú eres todo lo que tengo,

me has dejado solo, estoy llorando,

le he pedido al cielo que regreses

a mí.

Vida, tú eres todo lo que tengo

Desde muy temprano, la vida de Juan Gabriel se había desbaratado. De un zarpazo, su mundo afectivo se había hecho añicos. Siendo el menor de 10 hijos, (cuatro de los cuales murieron y de éstos tres antes de él) decidieron llamarlo Alberto, inspirados en aquel Albertico, protagonista de El derecho de nacer. Muy pronto Alberto Aguilera habría de saber que el precio por haber obtenido ese derecho en circunstancias tan adversas, se pagaba con penurias afectivas e indigencias económicas.

La madre anuncia a los demás hijos que Alberto está con las monjas, que si alguien quiere verlo ya sabe en dónde está. Pero nadie lo visita.

Días más tarde, Juan Gabriel logra escapase del internado de monjas. En la calle, una señora se apiadó de su desamparo y logró que el periódico y la radio anunciaran a un chiquillo que decía llamarse Alberto y que con aullidos de cachorro desvalido pedía la presencia de su mamá.

Victoria, su madre, acudió por él, lo regañó por haberse escapado y en los días siguientes lo volvió a colocar en un internado para pequeños infractores, más rígido y vigilado.

¿Qué podemos adivinar acerca del corazón de una madre? ¿Es un acto de amor o de rechazo y abandono la difícil decisión de internarlo en un orfelinato? Para los pobres la vida es dura, las opciones se reducen, y las determinaciones deben ser firmes aunque duelan. Como quiera que hayan sido, el niño jamás podrá olvidarlo. Aquello que su raciocinio no comprende rompe su corazón irremediablemente.

Años más tarde Juan Gabriel declararía: “Para mí es fácil ser mi mamá, ser mi papá, ser mis hermanos y ser sobre todo el niño que se perdió. Tuve que perdonar a mi madre, a mis hermanos, que no se hicieron cargo de mí, ni siquiera fueron a visitarme. Lo menos que pudieron hacer es ir a verme de cuando en cuando, para ver como estaba. Ni Virginia ni mis hermanos lo hicieron; mi mamá, pocas veces. Por eso tuve que perdonarlos.”

¿Pero de veras los perdonaría? La separación de la madre será vivida por el niño como una muerte, y la evocará con resentimiento. No obstante, como no podrá aceptar las emociones negativas que este acto de su madre le suscita, buscará afanosamente las razones por las cuales ella no pudo otorgarle el amor y los cuidados que de niño necesitaba. Para justificarla, Juan Gabriel evocará las circunstancias que ella vivió, y en un discurso inconsciente –que habremos de conocer a través de algunas de sus canciones– añade también las sospechas de que sus preferencias sexuales y artísticas, que él no eligió pero que su madre siempre le recriminó sin perdonarlo nunca, influyeron para que ella jamás lo amara y lo aceptara como Juan Gabriel vehementemente lo deseaba.

Más que artístico, el triunfo que buscaba Juan Gabriel era psicológico: el reconocimiento y el amor de su madre. Orientaba todos sus esfuerzos y su tenacidad para lograr ese objetivo emocional. Su madre nunca pudo entenderlo. La diferencia es que si ella hubiera estado en los zapatos de Juan Gabriel, él sí la amaría, pues ¿qué daño puede hacerle con quererla?

¿Qué daño puedo hacerte con quererte?…

…no hay necesidad que me desprecies

tú ponte en mi lugar; a ver ¿que harías?

La diferencia entre tú y yo tal vez sería, corazón,

que yo en tu lugar, que yo en tu lugar

si te amaría.

La adopción  y los maternajes de Juan Gabriel

Mirándolo tan desolado, la sociedad mexicana lo adopta como su hijo y lo acepta tal cual es. Desoyen la voz de los prejuicios y lo rescatan de las inclemencias del destino. Premian su sensibilidad y su talento. Comprendieron que ese niño solo y en desgracia no merecía tanto castigo.

A lo largo de su vida, habiendo sido abandonado por su familia, tendría la oportunidad de ser múltiples veces adoptado por distintas mujeres. La primera mujer que lo hizo, por lo menos transitoriamente, fue quien lo halló en la calle, luego de escaparse del orfanatorio, a los tres años, llorando por su mamá con lamentos de becerro destetado. Luego, una maestra llamada Micaela le agarró cariño y lo rescataba del centro de rehabilitación para acercárselo a su madre o para permitirle ganarse unas monedas limpiando vidrios o cargando las bolsas del mandado a las mujeres que acudían a El Paso, Texas, a cazar ofertas y a estirar el salario.

¿Qué ayudó para que estas adopciones se realizaran? ¿Cómo lo miraban las mujeres que lo adoptaban? ¿Por qué, al observarlo, despertaba en ellas sus ternuras y altruismos?

Esperanza Mc Culley, al verlo cantar en Juárez, comenta: “Me fascinó ese joven, casi niño, que cantaba con tantas ganas, tan chavalón. ¡Padrísimo cantante! Mi marido acababa de morir, yo estaba muy sensible. Además Alberto nació el mismo año en que yo perdí a mi primer bebé. Por su aspecto sentí que mi hijo tendría su edad. Por eso, al verlo tan joven, ganándose la vida cantando, tuve la sensación de que necesitaba protección, la protección de una madre, y creo que me propuse serlo. Al terminar su actuación me acerqué a saludarlo. Ya sin reflectores me pareció más desvalido. Me contó parte de su historia, me conmovió, me habló de sus planes, de sus sueños, me cautivó.”

Su atractivo físico y su carisma, su aspecto solitario y desolado, su tenacidad por sobresalir y el recuento goloso de su fracturada historia personal, lograron hechizar a las mujeres jóvenes y éstas ejercieron sobre él y su carrera germinal, un maternaje protector y efectivo.

Meche, su legendaria amiga y su alma gemela, con quien vivió durante los años verdes y a quien ayudaba a lavar la ropa de las putas, devela la vulnerabilidad del artista: “A veces se deprimía y me pedía que no saliera, que me quedara para cuidarlo. A los dos nos había faltado cariño de padre, madre, de familia. Por eso él y yo nos buscamos, nos procuramos cariño entre los dos. Él traía los sentimientos revueltos. Tan chavalón, guapote y ya con eso adentro, daños, pesares, y quería echarlos en las cantadas.”

Juan Gabriel siempre estuvo disponible para ser adoptado, aunque en realidad siempre aspiró a que su madre lo recogiera de la calle y lo adoptara definitivamente, pero nunca sucedió ese milagro. Al contrario, un día pasó con su amigo por la casa de Juárez en donde ella trabajaba de sirvienta; la madre lo recibió fríamente, con enojo porque estaba en desacuerdo con la vida que llevaba su hijo y de sus compañías. Alberto se acercó para pedirle algo para almorzar pero ella lo regañó, lo ofendió, lo hizo llorar.

Un día, Esperanza, la protectora de Juan Gabriel, accedió al ruego de Alberto para que solicitara legalmente su adopción, con la secreta ilusión de hacer reaccionar a su madre. Esperanza buscó a la madre de Alberto y le planteó la adopción de su hijo, y al hacerlo, Victoria respondió, sin dudarlo, que sí, que con mucho gusto, que le daba la carta que pedía y todos los demás papeles que necesitara. “No imaginé que Alberto se fuera a sentir tan triste. Ese día nos despedimos como siempre. Ya no regresó a mi casa. Se enojó conmigo porque provoqué que su mamá reaccionara como si no le importara su hijo.”

Si preguntarás que por qué te quiero tanto

ni yo mismo sé por qué, mas yo te amo.

Estoy acostumbrado a tus desprecios

que el día que me acaricies lloraré.

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* Fragmentos del libro Arte Letal, vida pasión y milagros de José Alfredo Jiménez, Lupita D´Alessio y Juan Gabriel, de Alfredo Espinosa

Fuente: El Diario

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