Por Gabriel Zaid
El centro más visible de la obra de José Emilio Pacheco es su poesía, creciente y corregida una otra vez en cada nueva edición. No menos admirables son sus traducciones, desde los epigramas griegos hasta Schwob, Wilde, Eliot y Beckett.
En otra órbita, pero con el mismo centro, están sus relatos (de ficción o históricos), sus libretos de cine, su abreviación de La Numancia y ese cometa inesperado que se desprendió como best seller, aunque no fue escrito como tal: Las batallas en el desierto.
Más los artículos de lujo que dejó perdidos en la fugacidad de la prensa, aunque están notablemente escritos, y no solo son informativos y amenos, sino que, de pronto y sin avisar (lo anterior puedes verlo en una enciclopedia, pero lo que sigue nadie lo ha dicho) crean conexiones inesperadas que no a cualquiera se le ocurren.
Menos visible es su obra anónima: las soluciones como el epígrafe homenaje (sin conexión con el artículo) que ahora tantos usan sin saber quién lo inventó; o los cuidados editoriales que no lucen como obra creadora, y sin embargo lo son. Su Antología del modernismo es de una creatividad asombrosa.
Cuando tantos que escriben no están dispuestos a revisar ni sus propios textos; cuando tantos que editan no leen lo que publican; cuando parece no importarle a nadie que los libros, revistas y páginas culturales lleguen hasta el lector con todo tipo de descuidos, hay que admirar y agradecer el amor al oficio y a los textos ajenos que demostró Pacheco, siguiendo a Alfonso Reyes, Octavio Paz, Juan José Arreola y Antonio Alatorre. Hizo talachas a las que nunca “descenderían” hoy muchos becarios, periodistas culturales e investigadores que tienen cosas más importantes que hacer que cuidar los intereses del lector anónimo.
Hay que cuidar de esa manera su obra, respetando los libros que él mismo organizó y revisó, pero recogiendo lo que está a la deriva. Por una parte, lo que haya dejado inédito (incluso grabaciones de sus conferencias, participaciones en mesas redondas, declaraciones, entrevistas). Separadamente, la prosa cuidada y publicada por él mismo, pero dispersa. De ésta hay que hacer inventario, y proceder a la pepena, por lo pronto tal cual. De esa cantera pueden salir después las ediciones, ya no se diga las consultas de lectores e investigadores.
La única intervención inicial sobre el material escaneado sería añadir la fuente, detallada como en la ficha bibliográfica de un artículo. No hay que esperar a terminar, para ir haciendo cederrones sucesivos cada vez más completos que circulen entre los colaboradores del proyecto. Cuando el avance lo justifique, se puede crear un sitio de Internet interactivo para ampliar las oportunidades de consulta y colaboración. Con buenos cimientos, se puede construir algo perdurable.
Fuente: Milenio