Por Juan Pablo Proal
El libro de texto gratuito es como una piedra vista desde lejos: amorfo, inamovible, casi inútil a lo inmediato. En el número abril-junio 2011 de la Revista Mexicana de Investigación Educativa, Tonatiuh Anzures, entonces asesor y secretario particular de la Dirección General de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, advertía al respecto: “(…) Es uno de los principales estándares de la política educativa mexicana. Sin embargo, la destacada trayectoria de este programa contrasta con lo poco que le hemos estudiado”.
La artista duranguense Marcela Armas se aventuró a explorar un proceso hasta ahora inédito para la mayoría: la travesía industrial detrás de la fabricación del libro de texto gratuito. ¿De dónde proviene el papel con el que se produce?, ¿cómo se imprimen?, ¿adónde van?
Ignoramos que un solo ejemplar contiene: 166.473 gramos de papel en desuso del sector privado nacional, 221.965 gramos de fibras importadas, 55.49 gramos de archivo gubernamental muerto y 268.35 gramos de papel reciclado. Tan sólo para la producción de los 218 millones de libros impresos en 2013 fueron utilizadas: 100 mil toneladas de papel reciclado; 50 mil, de fibras importadas; 12 mil 500, de archivo gubernamental muerto, y 37 mil 500, de papel del sector privado nacional.
Basta con observar el documental que acompaña la obra más reciente de Marcela Armas, Vórtice, exhibida actualmente en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) de la UNAM, para encontrar que el proceso para fabricar un libro de texto gratuito no es muy diferente al de los Corn Flakes de Kellogg`s. Maquinaria pesada, obreros resguardados en trajes plásticos, cascos, inmensos tubos humeantes, engranes, pasillos infinitos…
En una charla en las instalaciones del MUAC, Marcela Armas me explica que la idea primaria de Vórtice fue revisar de dónde provenía el material con el que se imprime el libro de texto gratuito. En el proceso, el equipo liderado por la egresada de la Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Guanajuato encontró un decreto gubernamental que obligaba a las dependencias a destruir sus archivos muertos.
Dicho decreto fue publicado en el Diario Oficial de la Federación el 21 de febrero de 2006 durante el gobierno del panista Vicente Fox. En el artículo primero, se lee: “Las dependencias y entidades de la Administración Pública Federal, la Procuraduría General de la República, las unidades administrativas de la Presidencia de la República y los órganos desconcentrados, sin perjuicio del cumplimiento de las disposiciones jurídicas aplicables, donarán a título gratuito a la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, el desecho de papel y cartón existente cuando ya no le sea útil, con la única y exclusiva finalidad de que dicha Comisión los permute por papel reciclado que utilizará en la producción de libros de texto y materiales de apoyo educativo para el cumplimiento de su objeto”.
Es decir, en cada hoja hay partículas de corrupción, politiquería, sangre e ineptitud.
Marcela Armas lo plantea así: “Me di cuenta de toda la burocracia institucional que genera el país, eso implica obviamente la vida de las instituciones, que tiene que ver con la vida de las personas, toda la vida social transformada en procesos burocráticos; este material se transfiere al libro, y a partir de ahí hay una serie de empresas concesionadas por el Estado que son las que se encargan de destruir estos archivos para producir un papel aparentemente nuevo.
“Estos libros son expresión de la vida social, de la memoria colectiva, lo cual es relevante en este proceso de transferencia de un sistema de poder en otro, donde incluso más allá de lo económico, lo que se mueve en turbulencia pone en juego los afectos colectivos, la capacidad de soñar, de imaginar, de conocer en libertad un mundo amplio y diverso”.
Actualmente el Estado imprime no más del 15 por ciento de los libros, el resto lo deja en manos de la iniciativa privada. “El proyecto intenta evidenciar estos conflictos de intereses que de alguna manera condicionan, determinan muchas decisiones (…) el papel con el que se imprime viene de empresas privadas nacionales, pero también de fibras importadas, lo menciono porque es muy importante la significación material en los planos económico, político y social”, reflexiona Armas.
Jaime Torres Bodet, secretario de Educación Pública durante la creación de los libros de texto gratuito, en 1960, dimensionaba así la relevancia del proyecto: “Ya no habría en nuestro país en lo sucesivo niño que careciese del material de lectura que todo estudio requiere. Recordé un retrato conmovedor, el de una niña que sostenía en sus frágiles dedos un libro de primer grado. Sus ojos vivaces y sonrientes, parecían prometer a quienes los veía la realización de una hermosa esperanza libre” (La Tierra prometida, Editorial Porrúa).
El proyecto de dotar a todos los niños de libros de texto gratuitos significaba la universalidad del conocimiento, combatir la desigualdad social. “Todos son niños y todos son parte de nuestro pueblo”, argumentó el entonces presidente de México, Adolfo López Mateos, cuando Torres Bodet le advirtió de lo costoso que sería para el Estado repartir libros a la totalidad de los estudiantes del país.
Hoy el proyecto es vilipendiado. Se le asocia con el rostro más inepto del Estado. En agosto pasado la prensa se regodeó de las erratas contenidas en los libros de texto gratuito. “Exijen”, “transladan”, “Gadalajara”, eran algunos de los 117 errores encontrados en los libros que circulan actualmente y por los que la Secretaría de Educación Pública pagó 14 millones 825 mil pesos a las instituciones y empresas involucradas en su redacción.
En un artículo publicado el 18 de enero pasado en el periódico La Jornada, Martha de Jesús López Aguilar, profesora de Educación Primaria y Maestra en Investigación Educativa, señalaba que estas erratas eran sólo una minúscula parte de las grandes dolencias de los libros. El Estado ignoró las recomendaciones de los especialistas, el libro de ciencias naturales de sexto año no reunía los mínimos requisitos de calidad, los contenidos eran involutivos, regresivos y una mala copia de los anteriores:
“Estos libros no parten de los intereses y necesidades de los maestros, y de los alumnos. No llevan un proceso lógico de aprendizaje, no promueven el razonamiento, propician una baja demanda cognitiva y dificultan la generación de nuevos conocimientos en los estudiantes”.
Aparte, Armas hace hincapié en la filosofía de Vórtice: “De lo que hablo es de toda la economía que hay alrededor del libro de texto. No es estar en contra de lo económico, pero sí es tratar de entender desde dónde se están abordando los problemas más urgentes y esenciales de la sociedad”.
Vórtice no es un documental en solitario, más bien el documental complementa a una inmensa maquinaria colocada en la sala de exposiciones. Se trata de una maquila de pequeña escala que transformó los libros repartidos por el Estado en bloques sólidos cortados en forma de engranes. “Es una analogía del orden industrial con que el saber se procesa dentro de la maquinaria del Estado”, reseña el boletín difundido por la UNAM.
La exposición permanecerá en el MUAC hasta el próximo 23 de febrero y posteriormente será trasladada al Museo de Arte de Zapopan, en Jalisco.
Tal vez la mayor aportación de Vórtice es develar un fenómeno que, de tan visible, pasó inadvertido a una sociedad que difícilmente se asombra o conmueve con lo que le resulta ajeno. Da por hecho que su entorno siempre ha sido así. Un hombre muy parecido a las máquinas que lo hacen funcionar.
Twitter: @juanpabloproal
Fuente: www.juanpabloproal.com