Por Luis Linares Zapata
El contagio del optimismo político resbala hacia amplios sectores del espectro social interno y hasta del internacional. Las cúpulas partidistas y el gobierno federal han acelerado sus maniobras, y sus regocijos son apoyados por un amplio aparato de convencimiento. Como parte sustantiva de la estrategia, los medios de comunicación han acudido presurosos al banquete de ilusiones y promesas desatadas a partir de dos apoyos básicos: una atractiva figura presidencial y el entusiasta colaboracionismo de las oposiciones. Una tras otra han ido cayendo las reformas legislativas. Una y otra vez el pacto (llamado por México) ha guiado la eficacia operativa hasta llegar a suplantar al Congreso. Sus integrantes, operadores avezados, se mueven con sigilo ya poco contenido. Los triunfos sobre las fuerzas del mal, personificadas en una profesora y dos que tres capitostes de la IP, entran a la escena de la exitosa narrativa oficial.
Al coro interno se han unido voces profundas, abarcantes, de influencia indiscutida, que los centros de poder hegemónico despliegan y magnifican con sus magnavoces globales. Peña Nieto se enfrenta, con decisión, al hombre más rico del planeta, publican a planas enteras diarios centrales (WSJ, FT). Peña Nieto encarcela a la lideresa sindical más poderosa del país y eleva su voz para alertar, de manera tajante, que nada ni nadie estará por encima de la ley. Peña Nieto hace patente su independencia del duopolio televisivo y canaliza, para dar densidad a su pulida imagen, los muchos agravios que éstos causan. Demuestra, con este suave movimiento, que no debe favor alguno ni tiene amigos que lo maniaten. Parecen borrarse, con el paso dado en favor de la creación de ciudadanía que implica la reforma a la radiodifusión, los sendos, constantes, alevosos apoyos anteriores para dar lustre a su perfil y fincar su popularidad. El sol ha vuelto a salir, esplendoroso, sobre la testaruda mollera de los mexicanos.
Lejos han quedado otras dos reformas discutibles por sus prometidos beneficios: la laboral y la educativa. La primera porque, sin duda, está produciendo los efectos buscados en la precarización del factor trabajo. Nocivos daños que ya se hacen sentir en la débil dinámica de un mercado interno con claras tendencias a estancarse o, peor todavía, a decaer. La segunda porque, a medida que avanza, va generando oposiciones que la circunscriben en su pretensión transformadora. Las administraciones estatales simplemente no tienen la voluntad ni el instrumental requerido para encauzar las disidencias magisteriales o para rescatar el tan cotorreado control del proceso educativo. Algunos gobernadores han tenido que absorber las demandas de vastas secciones sindicales movilizadas, reivindicaciones que finalmente no han sido desorbitadas. A pesar de las intensas campañas, orquestadas o no en su contra, los maestros de la CNTE muestran mejores calidades que la acomodaticia y esponjada burocracia del SNTE. En resumidas cuentas, la cortedad de miras con que fue diseñada la reforma, así como las tupidas redes de un sindicalismo atrincherado y corrupto, imponen una inercia que parece irremontable para las habilidades de los actuales conductores federales. El limitado aliento para inducir cambios en la creación de conocimientos y, sobre todo, en sembrar, con decisión, constancia y sabiduría, afanes igualitarios entre los muy desiguales, lastra sus alcances.
La desmesura del optimismo, que se viene insuflando desde los centros de poder externo recala en una dimensión del todo improbable –al menos a mediano plazo– del liderazgo mexicano en Latinoamérica. La muerte de Chávez, afirman con interesada pero inusitada temeridad, abre posibilidades al presidente Peña Nieto para enderezar lo que el venezolano desvió. Una cosa es enmendar las muchas fallas diplomáticas del panismo respecto al trato con el subcontinente, y otra muy distinta, es insertarse, de manera preponderante, en una zona que ha superado el conservadurismo del oficialismo nacional. La herencia popular de Chávez, junto con sus pulsiones integradoras regionales, está lo suficientemente arraigadas tanto en su país como en demás aliados y, con seguridad, se continuará por la misma senda. Más le valdría al priísmo encumbrado no alentar un derrotero de esta catadura, pues, al menos por ahora, no tiene sustento. Reconocer las limitantes, endurecidas con los muchos años de ausencias o torpezas diplomáticas, es buen consejo. Hay que aceptar, además, el desarrollo y la influencia que han logrado varias de las naciones sureñas antes de pretender liderarlas.
El optimismo desbordado que emana desde las cúpulas tiene varias tareas antes de convertirse en algo tangible para el bien de los ciudadanos. La adecuación de la anunciada reforma energética con la hacendaria forma un eslabón imprescindible. Urgen cambios que no se diseñen para dejar entrar el capital externo a zonas sabiamente restringidas por la Constitución, sino para fincar sobre tal ensamble el desarrollo productivo que se demanda. El golpeteo se dará, sobre todo en la dimensión fiscal, si se llevan a cabo las necesarias modificaciones para fortalecer la hacienda pública. Pero el apoyo popular requerido para soportar tales tironeos no se tiene, al menos por ahora. Dar tan vital respaldo por descontado, o basarlo en la labrada imagen de un eficaz constructor de consensos, es irse de bruces ante la dura y candente realidad actual de buena parte de la sociedad. Mientras, la crítica opositora ha subido el tono y la profundidad de sus argumentos para incidir, de variadas maneras, en prevenir contra posibles encontronazos entre los desplantes de poder con la densa realidad.
Fuente: La Jornada