Entre las respuestas y acciones que Felipe Calderón quedó a deber están las dolorosas demandas sobre las personas desaparecidas. Las familias mutiladas, en especial las madres, han buscado a sus vástagos entre amenazas de la delincuencia organizada y el tiradero de la procuración de justicia. Como fue en vano, se refugiaron en las duras leyes de su amor, que no les permiten abandonar su lucha sólo porque cambian los funcionarios.
Marcela Turati/ Proceso
Con los cuerpos tiesos bajo el tendido de cobijas, las mujeres intentan en vano espantar el frío que ya hizo nido en sus huesos. Empieza otro día afuera de la Secretaría de Gobernación, durmiendo sobre una tarima a ras del pavimento, en una casa de campaña que adornaron con las fotos de sus hijos y de otras decenas de desaparecidos. Los claxonazos de los automóviles que circulan a su lado las obligan a gastar sus pocas fuerzas en alzar la voz para ser escuchadas.
Son las 9 de la mañana de su cuarto día en huelga de hambre. Margarita López, Malú García y Julia Alonso se niegan a comer hasta que el gobierno haga lo que no hizo durante todo el sexenio.
“Hace cinco años que puse la denuncia por la desaparición de mi hijo y ni siquiera incluyeron mi denuncia en el expediente; no hay investigación, no lo andan buscando, no citaron a declarar a nadie. Todo este tiempo creí que había gente investigando, creí en la justicia. Entonces ¿para qué seguir esperando? Ahora voy con todo y, si tengo que quedarme en esta lucha, aquí me quedo”, dice Julia Alonso sin inmutarse, aunque habla de morir.
Ella tiene la salud más deteriorada. Un día antes tenía la glucosa a 40, menos de la mitad de lo permitido. Sufrió un desmayo. Un paramédico auguró que en la noche, por la hipoglucemia, podría quedar inconsciente y pidió a las autoridades que tuvieran una ambulancia cerca. Gobernación no la solicitó pero el presidente de la Cámara de Diputados, Jesús Murillo Karam, se la envió.
En la entrada de la carpa está la foto sonriente de su primogénito Julio, su Julio. Julio Alberto Josué López Alonso desapareció con tres amigos el 12 de enero de 2008 cuando salía de surfear en la presa de La Boca, en Santiago, Nuevo León. Después se supo que policías municipales asalariados de los narcotraficantes los capturaron de camino a Monterrey.
La michoacana Margarita López, que pena por su hija Yahaira Guadalupe Bahena, de 19 años, presuntamente torturada y asesinada por Los Zetas en Oaxaca, agrega: “De aquí no saldremos hasta ver una solución a las peticiones que traemos o salir muertas. ¿Qué más nos queda si estamos expuestas a ser asesinadas por alzar la voz? ¿Qué mejor que morir por un acto de justicia por nuestros hijos? Aquí estamos y no nos vamos a mover”.
Ayuna en solidaridad con ellas la defensora de derechos humanos juarense Malú García, desplazada tras varios ataques en su contra y el asesinato de un familiar. En la calle, afuera del toldo, velan por su salud otras madres, víctimas de la tortura del no saber dónde están sus hijos.
A estas mujeres el tiempo les pesa, es su enemigo. No sólo por los estragos que causa en su cuerpo, no sólo por los vómitos, dolores de cabeza, altibajos en la presión y demás malestares que les ocasiona: cada día transcurrido se reducen las posibilidades de encontrar a sus hijos. Su cuenta del tiempo es distinta a la del secretario Alejandro Poiré, que una noche antes, cuando por fin las recibió, les dijo que se enfocaran en plantear sólo “sus prioridades” porque a los calderonistas les quedan 16 días hábiles en sus puestos. Y vaya que los tiempos de burócrata son distintos a los de una madre que no deja su búsqueda los fines de semana.
“Para nosotros todas son prioridades, no es mucho lo que pedimos ni nada fuera de la realidad lo que pedimos”, relata Margarita López que le respondió.
Lo que ella pide, por ejemplo, es que envíen un oficio para que el FBI les entregue los resultados del ADN que tomó del cuerpo decapitado que las autoridades pretenden que tome ciegamente como el de su hija, y que permitan que el Equipo Argentino de Antropología Forense coteje la información.
La noche del jueves el secretario les pidió que levantaran el plantón y se fueran a reposar a sus casas. Ellas dijeron que no, que han estado en demasiadas mesas de diálogos, de las que salen llenas de promesas siempre incumplidas.
“Insisten en que están preocupados por nuestra salud. Es simulación, se hubieran preocupado antes –dice Julia Alonso–. Una madre merece que le digan qué pasó con su hijo”.
“Quiero decirte…”
El plantón surgió en un arranque de desesperación, de esos que son comunes en las familias con personas desaparecidas. Las mujeres llevaban ocho meses manoseando la idea, pero siempre las disuadían sus compañeros del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. En la última marcha afuera de la PGR, el 10 de octubre, estéril en resultados, no aguantaron más.
Amaneció el martes 6 de noviembre con las tres mujeres sentadas, a suelo pelón, afuera del Palacio de Covián. Conforme corrió la noticia, gente solidaria les fue llevando tiendas de campaña, cobijas, garrafones de agua, sillas, miel. También llegaron madres capitalinas y mexiquenses que pegaron en las paredes las fotografías de sus propios hijos.
“Cuando Julia me dijo que estaba decidida me trasladé desde Lázaro Cárdenas. Y así amanecimos. Iniciamos sentadas en el piso, congeladas por el frío. No teníamos carpa ni nada, no sabíamos que teníamos que tomar miel y agua”, relata Margarita López.
Ella fue “levantada” el año pasado, y advertida de que dejara de buscar a su hija y de señalar al Ejército en sus declaraciones. Es la misma que detectó redes de trata de jovencitas, se disfrazó y usó pelucas para entrar a giros negros y pagó millones de pesos a informantes (lo mismo policías, militares o narcotraficantes) por información.
Ese primer día aguantaron sin mucho calambre. El segundo, el estómago les chillaba y dolía por hambre. El tercero, además del hambre fue un intenso dolor de cabeza por desconocimiento de que debían tomar agua y miel cada 20 minutos. Fue el día de los mareos, los vómitos, la debilidad, los altibajos de la presión y, por la noche, el desmayo de Julia.
Por órdenes del subsecretario Obdulio Ávila les negaron la corriente eléctrica, con lo que las condenó al frío nocturno a pesar de que tenían un calentador.
“Ya viene lo más fácil, el organismo se acostumbra a no comer”, dice sonriente, medio cuerpo entre cobijas, Julia Alonso.
(Fragmento del reportaje que se publica en Proceso 1880, en circulación)