El célebre flautista mexicano Horacio Franco cuenta la historia de su contagio del coronavirus en un texto publicado este lunes en la revista digital El Soberano.
Por Horacio Franco
Cuando toda esta pesadilla comenzó en Wuhan, China, donde tuve el honor de presentarme en 2013, nunca nos pasó por la cabeza que el mundo en sólo tres meses iba a tornarse en lo que es ahora: un mundo en pandemia por un virus y por la desestabilización y el pánico que éste ha causado. Cuando salí a la gira de conciertos que tuve en Nueva York del 21 de febrero al 12 de marzo, no me imaginé que esto sucediera y menos que fuera a contraer el virus en carne propia por haber estado precisamente en Nueva York expuesto a eso. Durante todas esas semanas, Nueva York estaba como si nada y todos un poco más que escépticos, críticos y hasta cansados de no escuchar otra cosa más que los análisis sobre lo que estaba pasando con el virus fuera de Estados Unidos y las decisiones políticas que ya se estaban perfilando, y ni la incipiente situación en Europa hizo mella al comportamiento de los habitantes de la Gran Manzana para al menos empezar a reflexionar y tomar acciones.
Los “eso acá no va a llegar” y “es exagerado y paranoico no saludarse de mano o de beso” estaban a la orden del día y todo transcurría de manera absolutamente normal. Yo, mientras, estuve dando dos –o más– conciertos didácticos y clases magistrales por día en Escuelas de Manhattan y Connecticut y en varias salas de conciertos viajando diario de ida y vuelta y enormemente agotado por la carga de trabajo. Pero ni aún así dejé de estudiar, de ir al gimnasio y de alimentarme tan escrupulosa y disciplinadamente como estoy acostumbrado a hacerlo, precisamente para no “estallar”. De hecho, mi sistema inmune –que a raíz de esa alimentación orgánica y estricta con la práctica diaria del ayuno intermitente y de un jugo de todas las verduras que diariamente me prenso en frío– era hasta hace unos meses muy fuerte e invencible, pero en otra gira en noviembre pasado –para colmo, también en NY– contraje una ronquera repentina y una tos bastante fuerte que tardó varias semanas en quitarse. La tos regresó a finales de diciembre por culpa de un aire acondicionado congelado en un viaje de conciertos a Cancún, y a principios de enero en Mazatlán –otro concierto– donde en una de las salas del aeropuerto irresponsable y estúpidamente pusieron el aire acondicionado a más de todo lo que daba para “secar un sillón que habían lavado”. Eso me hizo pescar un enfriamiento y que mi tos volviera. Antes de irme a NY fui de una vez por todas a quitarme esa tos y mi otorrinolaringólogo me recetó un antibiótico ligero y desinflamatorios, que no tomé con agrado, pues soy bastante reticente a la medicina alópata y antes de probar cualquier cosa de éstas prefiero todas las medicinas alternativas posibles, pero ya me se había “agotado el repertorio“. Pero me quería ir a Nueva York sin tos. Así fue como unos días después de mi arribo en febrero a esa ciudad estaba yo al cien por ciento: toda mi gira transcurrió con excelente salud, aunque con mucho estrés y cansancio.
El 11 de marzo, la OMS declaró Pandemia al COVID 19. Ese día me dio otro enfriamiento en un restaurante donde cenaba con mi marido Arturo Plancarte, pues abrieron la puerta y nuestra mesa era la primera, así que recibía en plena espalda y pecho el aire frío. No hice gran caso. Al día siguiente era mi último concierto: coroné -y hasta con un virus- esa gira con un concierto en la renombrada Alice Tully Hall del Lincoln Center, una de las más espléndidas acústicas del mundo. Ese mismo día volvió muy ligeramente la tos. Para el jueves 12 de marzo, debido a la declaración de pandemia del día anterior, se decretó el cierre y suspensión de actividades de todos los teatros, cines, musicales de Broadway, del Carnegie Hall y del Lincoln Center -incluidas la Metropolitan Opera Hall y la NY Philharmonic-, pero de manera milagrosa (¿o irresponsable?) nuestro concierto se dio y fue el último de todos los eventos que tuvieron lugar hasta hoy en NY.
Recuerdo que al salir del Lincoln Center toda la zona de Teatros parecía ya pueblo fantasma: los restaurantes de la Novena Avenida Avenue, que siempre estaban llenos, y las calles aledañas repletas de autos estacionados que iban a los shows cercanos de Broadway ¡lucían ahora vacíos! Al día siguiente (viernes 13) regresé a la CDMX después de haber ido al gimnasio -que aún estaba abierto. Me sentía muy bien y sólo tenía un poco de tos. Saliendo del avión ya en la CDMX nos midieron la temperatura a todos los pasajeros. Y a partir del domingo 15 empecé a sentir un terrible e inexplicable cansancio. Ese fue el primer síntoma del COVID 19 que me había traído de souvenir de Manhattan.
El lunes 16 siguió el cansancio y la tos, sobre todo por la tarde, y el martes 17 fui a ver al otorrino: como mi tos y secreciones verdosas eran típicas de una infección bacteriana me recetó antibiótico (Cefalexina), un jarabe para la tos y varios desinflamatorios que me rehusé a tomar, a excepción del jarabe y el antibiótico. La mejoría fue muy leve, casi nula, y al haber regresado de una zona ya para ese entonces considerada de riesgo decidí dos cosas: quedarme en casa y aislarme y hacerme la prueba del COVID-19.
Llamé a los números que había dado el Gobierno y al no calificar para el examen –no tenía toda la sintomatología completa y no había estado en contacto con nadie que supiera yo que lo tenía– busqué qué laboratorios lo hacían. Me pasaron el “pitazo” que Biomédica de Referencia los iba a empezar a hacer y el 19 de marzo fui a hacerme la prueba. Ese día por la noche el Subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell anunció en la conferencia diaria que precisamente ese laboratorio NO estaba autorizado aún por la Secretaría de Salud para hacer las pruebas. Y me sentí temeroso pues al día siguiente supuestamente enviarían los resultados. Mis resultados no llegaron sino hasta el domingo 22 ¡y eran negativos! Mi alegría duró muy poco, pues esa misma tarde empecé a empeorar y me dio fiebre –una fiebre que en mi vida había sentido, pues sentía un calor en la cabeza más que extraño– y aunque el lunes 23 me sentí mejor –aunque aún sin ánimo de nada– por la noche esa rara fiebre regresó. El martes 24 seguía igual –ya había terminado el antibiótico que obviamente no me hizo nada– y el miércoles 25, sintiéndome muy mal, volví al doctor, quien asustado por mi fiebre y malestar me canalizó inmediatamente a urgencias.
Allí me hicieron prueba de Influenza (negativa), COVID-19 y una placa y tomografía de tórax en la que apareció una leve neumonía que los alarmó, por lo que me mandaron a terapia intensiva. Me metieron a urgencias me suministraron un antibiótico muy fuerte, un antiviral y paracetamol que me bajó muchísimo la fiebre. Yo, la verdad, no me sentía mal cuando llegué a terapia intensiva, ¡sólo quería irme a casa! Pero tuve que dormir allí, monitoreado de pies a cabeza. Y como vieron que mis pulmones funcionaban perfectamente, el doctor Javier Villagroy, joven y excelente internista quien me atendió, me mandó a la mañana siguiente a casa, pues mi caso no era grave como para que me quedase hospitalizado y menos en terapia intensiva.
Me di cuenta de la gran labor que los trabajadores de la salud hacen y que están funcionando muy bien y con excelentes protocolos para con los enfermos de COVID y los posibles contagios. Y de lo mal que dan de comer a los pacientes: ¡una cena con todas las azúcares simples que me tomaría yo en un año! Y un desayuno con jugo y pan de caja (¡nutre más la bolsa que el pan mismo!). ¡En un hospital! En fin.
Desde el jueves 26 estoy en casa y esa misma noche llegó mi resultado de COVID-19, esta vez ya positivo, como era de esperarse. También el miércoles me ayudaron enormemente con dos epidemiólogas de la Alcaldía a la que pertenezco para sacarme la prueba del gobierno que también ya dio positiva.
Hoy, después de una semana en casa, día con día he recuperado mucho los ánimos y la tos casi se ha ido, la fiebre desapareció y solo sigo sudando mucho durante la madrugada, mis pulmones están bien y no noto diferencia alguna al tocar, cada día estudio mejor y más y la disgeusia y anosmia (pérdida del gusto y del olfato) lentamente y día con día ceden.
Mi marido Arturo –a quien obviamente le dio también– y yo estamos de muy buen ánimo y comiendo perfectamente, totalmente aislados del mundo. Nunca tuve pánico. Sé que las defensas se bajan con ello y mis extremados cuidados alimenticios y el régimen de vida con tanto ejercicio físico, musical e intelectual –mismos que me hacen un hombre feliz y realizado, pues vivo de hacer lo que más me apasiona– me hacen sentir más fuerte y preparado para algo así, y aunque sea eso, jamás volveré a tomar algo así a la ligera. El mundo debe aprender de esta época siniestra y simplemente cuidarse sin entrar en pánico. Después de esto el mundo va a cambiar, estamos en una total incertidumbre económica y el rumbo del mundo es hoy por hoy un misterio. Pero tengámonos a nosotros mismos. Seamos solidarios con quienes tienen menos que nosotros y ayudemos a quien podamos ayudar. Seamos pues, por primera vez en mucho tiempo, más humanos con la humanidad y más respetuosos con la naturaleza y con nosotros mismos.
* Horacio Franco. Flautista mexicano con 42 años de trayectoria. Fundador y Director de Capella Barroca, primera orquesta barroca de México. Ofrece alrededor de 150 conciertos anuales y se ha presentado en las salas y festivales más importantes del mundo.
Twitter: @HoracioFranco Facebook/Instagram: @horaciofrancoflautista
Fuente: El Soberano