Por Luis Linares Zapata
La herencia del sexenio panista que termina contaminará, qué duda, los márgenes de maniobra de quienes le sucederán en el mando del Ejecutivo federal. El horizonte que dejan los azules, y los contenidos del mismo, forman un oscuro legado que poco habrá de redundar en el precario bienestar de los mexicanos. Las condicionantes sobresalientes son terribles. Baste con nombrar sólo algunas cuantas de las penurias presentes para darse cuenta de la fuerza determinista que encierra el legado del señor Calderón. En primer lugar debido a una, por demás dañina, circunstancia concurrente: el magro crecimiento (1.3 por ciento en promedio sexenal) y la desmedida desigualdad imperante, de las mayores del mundo. El grado por la desigualdad entre grupos, personas o regiones se erige como la causa eficiente de varios de los problemas básicos del país, entre los cuales destacan la inseguridad y la inaudita violencia. Por otro lado, la continuidad como tendencia decidida y pensamiento dominante de toda la élite oficialista seguirá a pie juntillas el hondo surco del modelo de gobierno vigente.
El costo de estos factores para el desarrollo deseado o prometido seguirá lastrando la vida organizada de la nación. En el mero fondo de una problemática de tan duras consecuencias se descubre, una y otra vez, la perversa influencia de la atrincherada plutocracia nacional. Ese grupúsculo de potentados que ha impuesto, sin importar las derivadas malformaciones, su voluntad, ambiciones y egoísmos. Serán, también ellos, la correa de trasmisión y mando que unirá la venidera administración priísta con la que afortunadamente va de salida. El destino así visualizado, por menos dañino que se le haga aparecer, no dejará de mostrar su férreo rostro decadente.
El panismo como facción partidaria y burocrática, ha sido relegado a penoso lugar, abrumado por sus cortas capacidades ya bien demostradas. A tal descripción hay que añadir sus reducidas visiones que, combinadas con su oportunismo, incidieron en la estela de corrupción e impunidades que los habrán de perseguir por años. Eso no les ha impedido embutirle, al país, una enorme deuda pública que ya suma la estratosférica cifra, un tanto mayor, de 5 billones de pesos. Cinco millones de millones de pesos, hay que repetir. La deuda pública más voluminosa de la historia del país. ¿Qué se hizo de con todos esos recursos, además de los excedentes petroleros y las remesas? Calderón, ese frívolo personaje que, según dice y repite, seguirá yendo de aquí para allá hasta el último día de noviembre, ha logrando atosigar, con su palabrería, las audiencias cautivas que le acarrean las televisoras y la radiodifusión. Fue ese panista quien duplicó el monto de la deuda recibida de su locuaz y convenenciero antecesor. La carga no puede ser menospreciada. Ha llegado a límites inconvenientes (alrededor de 45 por ciento del PIB). Su actual manejo ya lastra el crecimiento, tanto por el costo de la misma como porque los famosos mercados, esos que tanto subyugan a los responsables financieros, iniciarán sus retobos y amenazas de bajar sus calificaciones de confianza. El michoacano, mientras, busca un día tras otro el refugio que pueda mitigar sus muchas tribulaciones e inseguridades.
Prácticamente no hay indicador que no muestre el deterioro, tanto de la fábrica nacional como de la vida organizada, social y política del país respecto a lo que en otras partes del mundo se hace o mejora. Trátese de transparencia, de aumentos en la producción industrial, de seguridad alimentaria, de competitividad, de innovaciones, de investigación y tecnología, de respeto a los derechos humanos, de inversiones, de cobertura de servicios públicos, de salud o pobreza y se constatará la horripilante realidad como dramática alternativa al desparramado y cínico discurso oficial.
El intento de los triunfadores por su lado, puesto en marcha por el grupo de transición y adláteres comentaristas, se concentra en evocar una imagen pretendidamente transformadora de su liderazgo. Los golpes mediáticos, basados en insinuaciones y apariencias de arrojos legislativos –que no bien se conocen y ya encallan– se ven achicados por el trasteo al que los sujetan sus adalides, muchos de ellos con empolvada prosapia. Las prisas por innovar que adelantan no revelan consistencias o bases sólidas. Se choca, desde el inicio de las andanadas difusivas, con lo reducido de sus efectivas pretensiones y mecanismos operativos, tal como le ocurre a la publicitada comisión de transparencia (anticorrupción) o como sucedió a la misma reforma laboral.
En su determinación por introducir al nuevo PRI hacen, eso sí, alarde en el uso del aparato de comunicación, pero recalan en superficialidades de impactos pasajeros. Atontan a muchos, es cierto, pero en seguida empiezan a mostrar las limitantes que acarrean, éstas sí estructurales. Por más esfuerzo propagandístico no logran movilizar las energías colectivas, retenidas u opacadas desde el desenlace electoral, decretado por el oficialismo pero seriamente cuestionado. Detrás del cúmulo de intentonas para asentar el talante modernizante del gobierno entrante, el futuro, aun el más cercano, no se visualiza con optimismo. Hay razones externas para ser precavidos. La crisis que envuelve a Europa y los nubarrones en Estados Unidos (precipicio fiscal) no son vanos cuentos. Pero las principales limitantes son de naturaleza autóctona: el reaccionarismo retardatario de la plutocracia local, patrocinadora de Peña Nieto y la herencia de un panismo de poca monta.
Fuente: La Jornada