Por José Carlos García Fajardo*
Las cadenas de televisión montan las noticias como si fueran superproducciones de cine. Siempre hay un malo sin escrúpulos y con intenciones perversas. Enfrente, alerta un héroe infalible lleno de principios y valores, que nos quiere salvar. El bueno se encuentra con numerosos obstáculos para llevar a cabo su misión, así que la historia se enreda hasta llegar al clímax, el gran final, que luego se revela como otro escándalo, corrupción, espionaje, torturas, hambre y desempleo. La única diferencia es que, en estas películas, la sangre es de verdad.
Siempre tienen preparado una amenaza mayor, real o inventada, pero que actúa como cortina para impedirnos reflexionar y sacar consecuencias. Se ha creado una atmósfera de miedo ante lo desconocido, de que todo puede ser mucho peor todavía.
Nuestros telediarios están poblados de imágenes que nos dan la sensación de “ya visto” y según el principio de que lo que ya se conoce no causa tanto miedo, -aunque sí el necesario temor para permanecer impasibles y abotagados-, no vacilan en repetir las mismas imágenes. Se trata de evitar la disonancia cognoscitiva. No ir en contra de las predisposiciones de un audiencia amansada ante la que se presenta el mundo como un escenario en el que la seguridad, el orden, lo establecido, la tranquilidad, están amenazados. El malo, como el infierno de Sartre, siempre es “el otro”.
Llevo meses midiendo los espacios informativos de TVE, por ser la pagada con los impuestos de todos. La mayor parte de los días hay que esperar hasta el minuto 45 para oír algo positivo, algún acto de solidaridad, un nuevo medicamento, algo “bueno”, una rica cosecha o algún método que no agreda al medio ambiente.
¿Es posible que no seamos capaces de recordar alguna noticia positiva referida a uno de esos más de 200 países cuyos representantes pacen en la ONU? Muchas veces lo he preguntado en mis clases de periodismo y comenzaba a enumerar países, áreas geográficas pobladas por miles de millones de seres humanos. Los silencios eran atroces.
Otro tanto sucede con los mensajes publicitarios. En nuestro coche, en nuestro cuarto de estar o en el descanso nos agreden, se cuelan, nos salpican pero cuentan con nuestra inercia de no cambiar para poder seguir algo que nos interesa. Pero el mensaje queda y en alguna glándula sin nombre se van acumulando, como los residuos tóxicos, nucleares o químicos.
Hemos alcanzado un hartazgo de muchedumbres conectadas, pero solitarias.
El primer espectáculo bélico fue la guerra de Vietnam. Los medios de comunicación filmaban un conflicto en directo. Lejos de beneficiar al gobierno, la retransmisión de la guerra supuso un varapalo para Estados Unidos. La sociedad no pudo soportar la crueldad de la guerra y se opuso con firmeza. El gobierno había aprendido la lección, ocultar la realidad.
En 1991 con la Guerra del Golfo emplearon una nueva estrategia informativa. La máxima fue: lo que no se muestra no existe. Nada de cámaras ni de periodistas, el Gobierno se iba a encargar de contar la guerra a través de la CNN. Construyeron una ficción a medida, con historias de niños sacados de sus incubadoras y aves llenas de petróleo que pronto se descubrieron falsas. En poco tiempo, el castillo de naipes se desmoronó. Resultado: el descrédito del gobierno y de los medios de comunicación.
Semanas antes de que comenzase la segunda Guerra del Golfo, Donald Rumsfeld anunciaba que 500 periodistas acompañarían al ejército norteamericano para dar una información “veraz y detallada”. La estrategia militar iría acompañada de una estrategia informativa basada en el dejar mirar, pero dirigiendo la mirada. Eran los “periodistas empotrados”.
Los últimos retoques corren de la mano de la censura que elimina los cadáveres y la sangre con un corte de fotograma. El guión ya estaba escrito antes de empezar.
Pero detrás de la ficción televisada, se esconde un mundo que ha perdido sus señas de identidad y el mismo sentido de la convivencia. Persiste una gran crisis económica, el mundo islámico más intolerante se alza en varias zonas, el medio ambiente sufre las más irreparables agresiones, en África se muere de hambre, en China ya no se soporta la polución ambiental, el planeta llora por el trato que le damos, y la explosión demográfica se ha convertido en la mayor arma de destrucción masiva. En 1914, había unos mil trescientos millones de habitantes. En ese mismo siglo, en 1979, alcanzamos los seis mil millones y sólo en diez años más hemos superado los siete mil millones. ¿Acaso nadie ve este desastre?
* José Carlos García Fajardo. Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
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