Guerrero bajo el cerco de las armas

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Por Abel Barreda*

La crítica situación de violencia que vive Guerrero no puede entenderse sin una inmersión profunda en la historia de sus regiones.

En la Tierra Caliente y en la Zona Norte, se impulsó la construcción de presas hidroeléctricas y se fomentó la explotación de minas de oro, mediante el desalojo forzado de comunidades campesinas que nunca fueron reubicadas en condiciones dignas.

En la Costa Grande, durante los años 90, mientras el Ejército perseguía y torturaba a los líderes de la organización de campesinos ecologistas de la sierra de Petatlán, el poder caciquil de Rogaciano Alba, al amparo del priísmo y del propio poder castrense, expandía los dominios de la droga.

En la Zona Centro y sobre todo en la parte más intrincada de la sierra, donde las compañías madereras arrasaron de manera indiscriminada con los bosques, florecieron los cultivos de mariguana y amapola. Desde el inicio se trató de una práctica agrícola tolerada por el Ejército a cambio de componendas y regalías que obtenían de los caciques. Ahora es un territorio desolado por la narcoviolencia. Acapulco condensa la tragedia nacional: miseria en las periferias y los boyantes negocios del crimen organizado en los centros de poder.

En la Montaña, el abandono secular de los gobiernos ha calado hondo en la vida de los pueblos, ha levantado movimientos sociales que marcaron cambios políticos en la vida nacional. La montaña roja comunista devino en la montaña del maíz bola, la de los primeros lugares nacionales en cuanto a pobreza, militarización y miseria.

En las siete regiones de Guerrero, la violencia delincuencial se gestó en el seno de las instituciones policiales y militares, la cuales urdieron negocios ilícitos con el patrocinio de los caciques. Los cuerpos policiales son parte del entramado de la corrupción y en el caso de la policía ministerial fue la punta de lanza para la infiltración del narco en las estructuras del Estado.

Conocer la entraña de estos territorios ariscos es entender las raíces profundas de un pueblo guerrero, decidido siempre a enfrentar las fuerzas que atentan contra la vida y la seguridad. Los gobiernos, con su inacción, dejaron crecer el poder de las bandas criminales y permitieron que las fauces del crimen organizado se extendieran hasta las poblaciones rurales, trastocando de manera abrupta el tejido comunitario. Esta violencia criminal desencadenó una respuesta sin precedente.

En la Costa Montaña, la creación del sistema de justicia y seguridad comunitaria robusteció los sistemas normativos indígenas y su capacidad organizativa al margen del Estado. Su ejemplo señero ha sido emulado. En diciembre de 2012 se constituyó la policía ciudadana y popular en Temalacatzingo. En enero de 2013, campesinos de varios municipios de la Costa Chica agrupados en torno a la Upoeg (policía comunitaria) tomaron la cabecera municipal de Ayutla y desarticularon en una semana a las bandas del crimen organizado que controlaban la región. Actualmente más de 2 mil policías pertenecientes al sistema de seguridad ciudadana se encuentran operando en 12 municipios de la Costa Chica.

Estas policías, respaldadas por el cuerpo de normas nacionales e internacionales que tutelan a los sistemas normativos indígenas, han mostrado ser más efectivas que el oneroso Operativo Guerrero Seguro. Ignorando esta efectividad, el Ejército y la Marina se han obstinado en hostigar y desarmar a las policías del pueblo como si éstas fueran la principal amenaza en el estado. En lugar de que la confrontación castrense se dé con las organizaciones criminales, el conflicto lo focalizan contra las poblaciones que enfrentan al crimen. Por eso en Xaltianguis, municipio de Acapulco, y el Pericón, municipio de Tecoanapa, los pobladores tomaron la decisión de detener a decenas de efectivos militares porque amenazaron con desarmar a sus policías.

La coyuntura actual es compleja y su desenlace difícil de anticipar. Las respuestas de las comunidades campesinas e indígenas a la negligencia estatal en materia de seguridad son diversas. La riqueza de su pluralidad enfrenta el reto de articularse para no caer en provocaciones estériles y para trascender hacia las reivindicaciones del cambio profundo que el Estado exige. Sin embargo, tras lo ocurrido esta semana, no puede descartarse una salida represiva impulsada por los sectores duros del Estado. Así lo hacen patente los posicionamientos explícitos e implícitos del Ejército y los boletines oficiales al apelar al derecho penal para contener las expresiones de descontento.

El Estado mexicano erraría de nuevo si su ceguera colonialista le impide ver la legitimidad y la fuerza de las comunidades que se organizan para exigir seguridad y derechos. Si el Ejército se obstina en desarmar y detener a las policías comunitarias, y sigue realizando operativos dentro de los territorios comunitarios, el riesgo de una confrontación es inminente. Las policías comunitarias y ciudadanas poseen una fuerza inconmensurable, han sido capaces de romper el cerco armado del Ejército y del crimen organizado para emprender una lucha frontal contra la corrupción y la impunidad. El rumbo que tomará este despertar del Guerrero profundo está aún por definirse.

* Director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan

Fuente: La Jornada

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