En las últimas tres décadas las estrategias del Gobierno mexicano no han logrado romper el ciclo intergeneracional que caracteriza esta problemática social
A finales de los setenta Juana dejó el trabajo arduo en los campos de Puebla para buscar mejores oportunidades en el vecino Estado de México, la entidad más poblada del país y donde uno de cada dos habitantes es pobre. A los 11 años de edad llegó a vivir a Ecatepec, una localidad conocida por los altos índices de feminicidio y de inseguridad. En sus primeros años trabajó limpiando casas y de obrera en una maquiladora. Tras no poder pagar la renta de una vivienda en una colonia reglamentada, se mudó a La Cuesta, un asentamiento irregular con altos niveles de marginación y apostado en las faldas de un cerro, donde no hay servicios públicos básicos: agua, drenaje y electricidad.
Sus padres se dedicaban a sembrar maíz, una actividad que heredaron de sus antepasados. “Éramos muy pobres y no alcanzaba para darnos de comer a mí y a mis nueve hermanos. Nos teníamos que levantar temprano para ir por leña y trabajar en la milpa, así que mejor me fui de ahí”, cuenta la mujer de 50 años. Juana tiene cinco hijos: dos de las mujeres apenas terminaron la primaria y se casaron. Otro de sus hijos vive en la calle sumido en las adicciones y los dos más pequeños, unos gemelos de 12 años, son los únicos que viven con ella en una choza de madera y cartón de unos 16 metros cuadrados.
Juana es una madre soltera que cada dos meses recibe un apoyo de 900 pesos (unos 45 dólares) de Prospera, el principal programa que atiende la pobreza en el país. El dinero no le alcanza para adquirir una canasta básica de alimentos. Apenas le sirve para pagar por bidones de agua potable que le surte un camión cisterna una vez a la semana y para los gastos derivados de la escuela de sus hijos. “Tuve que pedirle a una señora un préstamo de 3.000 pesos (150 dólares) para comprar los uniformes de los niños”, cuenta con un gesto de decepción. El alimento para su familia lo consigue trabajando como cocinera y vendiendo productos por catálogo. Otra parte viene de donaciones que le hace la gente.
Ella es un ejemplo del fracaso de los programas contra la pobreza México, que funcionan como un paliativo sin lograr erradicar el problema. En los últimos 30 años las estrategias instrumentadas por el Gobierno mexicano no han logrado romper el ciclo intergeneracional que caracteriza esta problemática social. Actualmente hay 55,3 millones de pobres (el 46,2% de la población) y en el futuro las cifras aumentarán, aseguran especialistas e informes de la Auditoría Superior de la Federación (ASF). Los Estados tampoco han logrado poner en práctica una política de desarrollo social participativa que logre disminuir el número de personas con carencias.
La ASF, el órgano fiscalizador de los recursos públicos en el país, expone que para el Gobierno federal la pobreza no es un asunto a erradicar, sino una situación que se debe administrar y contener. Bajo esta lógica se creó en 1998 Solidaridad. El programa, con un enfoque meramente asistencialista, comenzó a contener la proporción de pobres, pero pronto se enfrentó a la debilidad económica nacional y el problema volvió a recrudecerse.
Gerardo Esquivel, académico del Colegio de México y especialista en temas de desigualdad, explica que hoy en día las cifras de pobreza son similares a las de 1992, pese a que se destinan mayores recursos para su atención. Esto se debe a dos factores: programas sociales que no resuelven los problemas de fondo de los beneficiarios y una ausencia de crecimiento económico. “El problema es que el programa presupone que una vez que la gente tenga mejores niveles educativos y de salud se va a insertar al mundo laboral y eso es lo que no está pasando”. No hay, expone, suficientes fuentes de empleo ni trabajos bien remunerados.
En 1997 surgió Progresa que buscaba terminar con la herencia de pobreza familiar. Su amplia cobertura y la consolidación de sus apoyos en alimentación, salud y educación resultaron eficientes, pero no logró proveer de herramientas para que las personas lograran romper el círculo vicioso de la pobreza, considera Ileana Yaschine, académica de la UNAM y quien escribió un libro sobre la política social de México. “A largo plazo se buscaba que estas personas que eran niños cuando inició el programa pudieron tener en el futuro mejores condiciones que las tenían sus padres y evitar la reproducción de la pobreza de una generación a otra, pero esto ha tenido limitaciones”, advierte. Para resolver de fondo el problema de la pobreza se necesita que haya una propuesta de política pública integral que incorpore acciones en el ámbito económico para generar crecimiento y mejores empleos.
Con la alternancia política en el país, Progresa se transformó en Oportunidades. La estrategia del entonces presidente Vicente Fox, del conservador Partido Acción Nacional (PAN), se extendió hacia localidades semiurbanas y urbanas. Oportunidades, que continuó en el Gobierno del también panista Felipe Calderón (2006-2012), cambió de nombre en 2014. Con la llegada de Enrique Peña Nieto (PRI) lo rebautizaron como Prospera.
La política social de Peña adhirió una nueva estrategia: en 2013 se instrumentó la Cruzada nacional contra el hambre para atender a siete millones de personas en pobreza extrema alimentaria. Es decir, individuos que no pueden adquirir una canasta básica al mes. A casi tres años de haberse puesto en marcha, la cruzada ha sido un fracaso rotundo, afirma Esquivel, debido a que no hubo un diagnóstico inicial ni contó con estrategias bien definidas.
Las fallas del programa
Los programas del Gobierno federal para abatir la pobreza han operado con diversas fallas en su instrumentación a lo largo de los años, advierte la Auditoría Superior en un amplio estudio que evalúa la política pública. No focalizan correctamente a la población objetivo, hay una incorrecta coordinación de acciones y no hay evidencias de que garanticen el acceso a la alimentación y demás derechos sociales. En las auditorías hechas al presupuesto que han ejercido se han encontrado pagos indebidos para costear diversos servicios y en algunos proyectos no definen metas y no acreditan resultados.
El monto de los apoyos otorgados no ha sido suficiente para cubrir el costo de una casta básica. En 2015, el 43,6% de las familias beneficiarias no disponía del dinero necesario para acceder a los alimentos indispensables, aun con el apoyo del programa. “Su contribución fue paliativa”, se sostiene. En el aspecto de salud tampoco ha tenido los resultados esperados, ya que no se puede asegurar que hayan sido de calidad. Además durante el periodo 1999-2015, los servicios itinerantes que podían acercarse a las comunidades más lejanas disminuyó en 22,5%.
Las repercusiones en el ámbito educativo han sido positivas al lograr disminuir el rezago escolar, pero no ha habido información para medir su contribución en el fomento de la terminación de la primaria, secundaria y preparatoria. “Además en los centros escolares existieron privaciones de recursos y servicios”, se expone. La inclusión de las personas en las vertientes productiva, laboral y social no resultó significativa y no se dio seguimiento a las familias vinculadas.
Fuente: El País