Por Epigmenio Ibarra
En memoria de Francisco José Camou, un hombre justo, a quien tanto quería y quien acaba de morir en Pátzcuaro.
En esta esquina de nuestra patria herida. La que forman dos calles polvosas: Mecánicos y Ferrocarrileros. Aquí en la periferia de Hermosillo, Sonora, la tierra de mis padres. En este lugar sagrado, donde esta noche velamos a casi un centenar de personas, se produjo, hace tres años, un atroz crimen de Estado.
En esta esquina de nuestra patria herida mostró el sistema político, el régimen que padecemos, su verdadero rostro; el más terrible, el más execrable. Aquí la corrupción, el nepotismo, la negligencia del Estado mató a 25 niñas y a 24 niños. 49 bebes, hijos de trabajadores a los que el Estado estaba obligado a prestar bienestar y cuidado.
En esta esquina de nuestra patria herida, frente a esta bodega que, inconcebible, irresponsablemente algún día fue convertida en guardería y luego en tumba, porque así tenía que ser, porque era una bomba de tiempo, hay esta noche un altar de muertos y 49 cruces, cada una con un nombre y una foto.
Y esas fotos de niñas y niños sonrientes, en su primera edad, miran a este país desmemoriado, nos miran a todos. Desde su muerte que no debió haber sucedido nos interrogan, nos recuerdan que si no hay justicia para ellos no habrá justicia para nadie, nunca.
“¿Qué somos —dice Verónica Velasco mi compañera— si no sabemos cuidar a nuestros niños? ¿De qué futuro hablamos, qué futuro merecemos en un país donde por negligencia el Estado asesina a los niños?”.
Porque de asesinato hablamos. Asesinato de 49 niñas y niños. Asesinato fraguado desde el momento mismo en que el Estado, en que el régimen, mediante el esquema de subrogaciones, renuncia a un deber, a una obligación con los trabajadores que pagan sus cuotas al IMSS y sus impuestos.
Asesinato en el que son cómplices quienes otorgan las concesiones de las guarderías a parientes y amigos. Los altos funcionarios federales que consienten la corrupción y el nepotismo. Los funcionarios estatales y municipales que cierran los ojos y permiten que en una bodega, en una trampa mortal se atienda, sin condiciones mínimas de seguridad, con negligencia criminal a los hijos de los trabajadores.
Asesinato de los dueños que gastaron unos pesos para hacer unas cuantas adecuaciones y se hicieron, se siguen haciendo, de millones. Asesinato de quienes, desde Los Pinos, en el IMSS, en el gobierno del estado y el municipio los han encubierto desde el primer momento y han impedido que rindan cuenta de sus actos.
Asesinato que, de alguna manera, con nuestra desmemoria consentimos y toleramos todos. En cualquier país civilizado la muerte de 49 niñas y niños en una instalación del Estado hubiera provocado la caída del gobierno o al menos una profunda crisis institucional. Aquí no pasó nada.
No cayó el gobierno. No se cuestionó al régimen. Al modelo económico. No hay nadie en la cárcel pagando por este crimen. No está la gente en la calle acompañando, tumultuariamente, a las madres y padres coraje que hoy, como lo fueron las madres de la Plaza de Mayo, son la luz y la esperanza en esta patria que herida e indiferente se nos deshace entre las manos.
Se va Felipe Calderón Hinojosa impune. Tiene el cinismo de sonreír; de presumir su trágica y fallida gestión. Lo más aterrador de su legado es la manera en que, gracias al inclemente bombardeo propagandístico, a la sumisión de los medios que amplificaron incondicional e irresponsablemente su insensibilidad, nos hemos contagiado de su falta total de respeto por la vida.
Ya no es la vida el valor supremo. Instituida ha quedado entre nosotros la pena de muerte. Acostumbrados estamos a desayunar con masacres y decapitaciones masivas. A explicarnos con el mismo “se matan entre ellos” de Calderón los asesinatos de los que nos enteramos sin sentir ya asombro alguno ante el horror y la barbarie.
Hoy podemos darnos el lujo de olvidar que en esta esquina de nuestra patria herida 25 niñas y 24 niños, víctimas de la corrupción, la negligencia del Estado, esperan todavía, a tres años de su muerte, que se les haga justicia.
Nos dice Manuel Alfredo Rodríguez Amaya, padre de Xiunelth Emmanuel, que con sus ojos grandes es uno de los 49 niños que nos miran, que él no ha querido entrar a la sala donde murió su hijo. Lo hará el día en que esta esquina, esta cuadra sea un memorial y se haga justicia.
Él se lo debe a su hijo Xinuelth. Nosotros se lo debemos a Manuel. Mientras él no pueda cumplir su duelo, responder a su hijo, rendirle homenaje ahí donde murió será esta, nuestra patria, un lugar inhóspito y oscuro para todos.
Se lo debemos también a Paty Duarte y José Francisco García, padres de Andrés, y a Estela y Julio Márquez, padres de Yeyé, y a María Jesús Coronado, madre de Paulette, y a Abraham y a Moisés y a todas esas madres y padres que no se rinden, que no olvidan.
Más nos vale tomar conciencia —porque, como dice Verónica, el que no cuida a sus niños nada merece— que no solo la vida de los padres de esos 49 niñas y niños se vino abajo en esta esquina de nuestra patria herida. También nosotros nos desplomamos ese 5 de junio. También nosotros.
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Fuente: Milenio