Por Marta Lamas
Hace unos días más de mil 500 mujeres asistieron al Noveno Encuentro Nacional Feminista (ENF) en Guadalajara. Integrantes de distintas tendencias, incluso opuestas entre sí, buscaron la ocasión de hablar, debatir, pelearse. Tal vez lo más llamativo fue la proporción significativa de chicas jóvenes que asistieron, curiosas, desafiantes, interesadas. Pese a la diseminación mediática de un estereotipo negativo de las feministas como mujeres amargadas, agresivas y feas, estas jóvenes se reivindican gozosamente como activistas. No es poca cosa, pues el estigma que se ha impuesto a este movimiento circula profusamente, y entre la juventud se le considera como algo del pasado y poco atractivo. Por eso a muchas jóvenes que incorporan a sus vidas principios propios de esta corriente (“yo no soy feminista, pero defiendo el derecho de las mujeres a decidir; estoy por igual salario, por igual trabajo, me irrita el machismo”) se les hace impensable asumirse como “feministas”. Sin embargo, la presencia juvenil en el ENF es un signo alentador que me da pie para reflexionar sobre el vínculo entre juventud y feminismo.
En nuestra sociedad se ha estado desarrollando desde hace años un proceso de desplazamiento y sustitución del mensaje libertario del feminismo por un discurso que habla del “empoderamiento”. Las jóvenes son incitadas, a través de los medios de comunicación de masas, a “empoderarse” mediante el consumo y el embellecimiento. Aunque muchos principios e ideas feministas se han filtrado en sus vidas cotidianas, a las chicas no les resulta fácil vivir su feminidad en una sociedad dominada por las modelos de Vogue, las actrices de televisión y las mujeres de ¡HOLA! Hoy el “éxito” es estar “empoderada”, y para ello hay que verse atractiva, lo cual requiere sacar el mayor partido posible. Así, quienes tienen considerable poder adquisitivo se vuelven activas consumidoras de los productos de la industria cosmética y la moda que se anuncian en las revistas femeninas y la televisión.
Dicha situación refuerza un régimen sexista de significados de género, donde las jóvenes que quieren ser independientes, ganarse la vida con su trabajo y defender su “derecho a decidir” también deben invertir tiempo y dinero para verse glamorosas. Estas tecnologías del género operan con un ropaje de modernidad y progreso, al mismo tiempo que canalizan a millones de mujeres hacia dependencias consumistas y a inseguridades sobre su imagen. Y como persisten el clasismo y el racismo, la división entre ricas y pobres, y güeras y prietas, se impone una brecha casi insalvable que sólo consiguen superar las jóvenes urbanas de clase media que cuentan con recursos económicos y más educación, aunque indudablemente algunas indígenas logran destacar y funcionan como símbolos de que no hay discriminación.
En los medios circula un discurso triunfalista, que exhibe los casos de mujeres exitosas que “triunfan” en todos los espacios –el político, el empresarial, el cultural–, asegurando que la lucha de las mujeres ya no es necesaria, pues quien se empeña logra sus metas. Así, los objetivos colectivos del feminismo quedan reducidos a aspiraciones individuales, y cuando algunas mujeres obtienen logros, los ven como resultado de sus propios méritos sin conceder nada de reconocimiento a las luchas sociales que pavimentaron el camino. Pero lo que no se escucha en este discurso triunfalista e individualista, que oblitera al discurso feminista, es una propuesta para reformular la división sexual del trabajo y así transformar radicalmente el orden de género que mantiene la subordinación femenina en todos los ámbitos de la sociedad.
Aunque es indudable que ha habido ciertas mejoras en la situación femenina, todavía los niveles de desigualdad económica, de opresión machista y de discriminación racista y étnica siguen marcando diferencias brutales entre las mujeres. Encima de ello, están los mandatos culturales de la feminidad que se nutren de las imágenes mediáticas y promueven las prácticas consumistas de la economía neoliberal, que amplían y generalizan una alienación específica y sustituyen un anhelo político más colectivo por una afirmación individualista. Pero no debería ser excluyente afirmar el proyecto personal y compartir un proyecto colectivo. Lo preocupante, en todo caso, es que no obstante las experiencias difíciles de las mujeres jóvenes que enfrentan conflictos de género en sus vidas privadas y públicas, muchas se resisten a comprometerse con el quehacer político del movimiento feminista.
De ahí la importancia nodal de que cientos de jóvenes hayan participado en el Noveno Encuentro Nacional, dispuestas a la acción política. En especial, es alentador su examen de cómo se construyen los mandatos de género a lo largo de una serie de marcadores de identidad, más allá del límite de la experiencia clasemediera, urbana y blanca/mestiza. Dicha participación abre la esperanza de que las jóvenes empiecen a subvertir el significado estigmatizante de los mensajes simbólicos y a cuestionar los productos culturales, para restituir al activismo feminista dinamismo. El proyecto democrático radical del feminismo requiere más jóvenes que luchen por transformar el discriminador régimen de género.
Fuente: Proceso