Por Adolfo Sánchez Rebolledo
Asistimos a un boom de las ideas religiosas puestas al servicio de los políticos. Ante el precipicio insondable de los problemas que agobian a la sociedad, nada se antoja como más natural que pedir la intervención sagrada. Y de asegurarla se trata. Las ciudades se consagran al Creador en actos de fervor masivo y munícipes y gobernadores tejen alianzas que los purifican y fortalecen. Si no fuera porque lo veo en la pantalla a todo color, me sería difícil creer que las oraciones de la alcaldesa Arellanes, de Monterrey, al igual que la fastuosa ceremonia celebrada por el chihuahuense Duarte hace varias semanas, son como la réplica actual de un viejo acto sacramental del medievo, algo así como el intento desesperado de conjurar las plagas bíblicas mediante la completa entrega a la divinidad.
Los años de zapa contra el Estado laico; la indiferencia absoluta de la autoridad, en especial de la Secretaría de Gobernación, que se traduce en la impunidad de quienes actúan torciendo la ley; la crisis inocultable de la escuela para transmitir los valores cívicos de la tolerancia y la libertad de creencias; la pretensión de instalar la religión en la vida pública sin cuestionar la laicidad de las instituciones, conforme a la interpretación hoy en boga, han hecho posible la efervescencia de estas formas de religiosidad claramente alineadas con la defensa de intereses políticos.
No importa si los mandatarios son católicos o evangelistas, miembros del PAN, militantes del PRI (o extraviados de otras parroquias políticas), lo cierto es que estamos ante nuevas formas de la simbiosis entre politica y religión que nadie cuestionaría si no fuera porque se trata de claras infracciones al orden constitucional; es decir, porque afecta el funcionamiento del Estado.
En Monterrey, la ciudad de los grandes orgullos fundadores, la alcaldesa conjura la tragedia del casino, los colgados en los puentes, la del terror delos zetas, reconociendo que la participación humana es indispensable, (pero) sabemos que por sí sola no tiene la capacidad de revertir las tinieblas que sólo la luz de la fe de Dios puede desvanecer. No distingue entre la esfera pública y la privada, no ve la necesaria línea divisoria entre sus creencias personales y la representación de todos que le confiere el cargo.
Para justificarse, apela a una sola línea del Himno Nacional, al acta fundacional regiomontana, pero elude cualquier referencia a la historia nacional capaz de cuestionar dicha mezcolanza. En cierto modo, es el rechazo a ese pasado la raíz de actitudes como las suyas. Ya no se trata, como en otras épocas, del choque vivo entre dos concepciones claramente delimitadas, pues la derecha formal ha dejado de ser la única expresión de tales ideas y compite –lo vimos durante la penosa discusión en los congresos locales de la llamada ley del aborto– con las figuras del priísmo renovado que ya muy poco tiene que ver con el respeto al Estado laico. La indiferencia del Ejecutivo ante las expresiones de numerosos mandatarios deja frío, al parecer, al presidente de la República, en cuyo haber se cuentan algunas de las más desmedidas muestras de afinidad con la jerarquía católica, incluida, claro, la que manda en Roma.
Sin embargo, los infractores, digamos, gozan de cabal salud y no se arredran ante las críticas. De hecho, ni siquiera las escuchan. Más que el abuso, sorprende la soberbia con la cual se enarbola la verdad única en el nombre de todos. En ese sentido, nos hemos norteamericanizado, de modo que la religión está en todas partes, venga o no a cuento, aunque ya no sea infrecuente darle un viso espiritual a las peores supersticiones existentes en el mercado.
Lo más preocupante es que esta suerte de religiosidad administrada por los políticos fluye sin contratiempos, sin preocuparse demasiado por las quejas de todos aquellos que despectivamente clasifican como jacobinos, es decir, como irredentos libreprensadores de otras épocas. Se sienten muy seguros con su propio sentido común como para obligarse a reflexionar. No escuchan y sí, en cambio, aprovechan la relación con las iglesias para fortalecer candidaturas y cosechar silencios o complicidades; en suma, para medrar desde el poder apelando a la religión. El Estado laico está en problemas y más vale reconocerlo.
El tema, parece redundante, estará en el orden del día con la discusión sobre las leyes de Educación, pero planeará sobre cualquier intento de reforma política que se debata en el futuro.
Fuente: La Jornada