Estado imperial, ¿en crisis?

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Por Adolfo Sánchez Rebolledo

Los fiscales militares no consiguieron acusar al soldado Manning de servir al enemigo y, aunque el detenido pasará buena parte de su vida en la cárcel, es obvio que el gran argumento para proteger la intocabilidad de la información secreta se ha ido por la borda. Noam Chomsky ha subrayado las incongruencias de una política que justifica la seguridad como parte de la actividad contra el terrorismo, cuando al mismo tiempo está diseñada para incrementar el terror, como ocurre, señala, con la campaña de los drones y la presencia de fuerzas especiales en cualquier parte del mundo. Y concluye: Entonces, no puedes seriamente, por un lado, llevar a cabo terror masivo y hasta generar terroristas potenciales contra ti mismo y, por otro, decir que debemos tener vigilancia masiva para protegernos contra el terror. Eso es una burla, merecería grandes encabezados periodísticos.

Si Wikileaks no es identificable con el enemigo, tampoco los destinatarios de las revelaciones de Snowden, entregadas a la prensa, parecen poner en riesgo secretos cuya difusión pudiera afectar la seguridad de Estados Unidos, aunque la histeria desatada por las autoridades, presionando a propios y extraños sin consideración alguna por el derecho internacional, así lo hiciera pensar. En rigor, el mayor secreto divulgado por Snowden es el secreto mismo sobre la existencia de una red tejida entre el gobierno y grandes empresas privadas capaz de entrometerse, masiva, puntualmente, en las comunicaciones de cada ciudadano o espiar instituciones o gobiernos, sean aliados o enemigos.

Una vez más, la opinión pública mundial se topó con el doble rasero aplicado por la cúpula de la seguridad imperial, pero esta vez en detrimento de su propia ciudadanía, confirmando una vez más la tendencia de los órganos de seguridad del Estado construidos sin suficientes controles externos a adquirir autonomía, vida propia.

No es la primera ocasión que los servicios de seguridad estadunidenses se vuelcan contra sus ciudadanos para perseguirlos y limitar sus derechos. El nombre de Edgar J. Hoover está asociado a las más injustas campañas anticomunistas de que se tenga memoria en el siglo XX, pero se trataba de acciones contra supuestos o potenciales adversarios del orden, como ocurrió bajo la era delirante del macartismo. Sin embargo –como escribe Amy Goodman–, a más de 10 años de la aprobación de la Ley Patriótica, el gobierno actual introduce una visión panóptica para abarcar todo el campo de visión, llevando a “cabo operaciones de intervención de todas las comunicaciones electrónicas, entre ellas, los ‘metadatos’ telefónicos, que pueden ser analizados de forma tal que revelen datos íntimos de nuestra vida. Sin duda, estamos ante la legalización de un sistema de vigilancia total verdaderamente orwelliano”, dice Goodman.

Como era inevitable, la crisis desatada por las denuncias de Snowden auspició un debate que apenas está en sus primeras fases acerca de la pertinencia y la moralidad de dichos procedimientos. Al respecto, el gobierno, comenzando por el presidente Obama, ha mantenido una postura errática y poco convincente, sobre todo cuando se trata de dar explicaciones de conjunto más allá de la responsabilidad individual concerniente al el ex analista que, para todo fin práctico, y hasta donde se sabe, tampoco es un espía al servicio de potencias extranjeras. Frente al escándalo, los gobiernos europeos, que se despertaron con la noticia, luego de un primer gesto de repudio, han vuelto a la calma, para no verse envueltos en una discusión de la que es improbable que salieran indemnes. Su complicidad es obvia.

Sin embargo, la prensa y la propia ciudadanía, cuyo estado de ánimo ha sido consultado en sucesivas encuestas, no parecen dispuestas a admitir la supremacía de la seguridad sobre la vigencia de las libertades, pues tras el castigo a Snowden se oculta una grave amenaza a la libertad de expresión. Analistas como Lilia Shestova no dudaron en decir que un Estado que concede mayor importancia a la seguridad que a los derechos y las libertades civiles resulta fácil de secuestrar por las agencias de seguridad. Sin duda, el incidente remite a cuestiones que trascienden el anecdotario de Snowden, pues está en juego responder a una pregunta que es esencial, sobre todo en un mundo globalizado como el actual: ¿hasta qué punto los intereses del Estado, cada vez más administrados o dirigidos por cuerpos especiales fuera del alcance de la fiscalización pública, son también los intereses de la ciudadanía? Para la autora citada, Obama han perdido su derecho a invocar altura moral y la evidente incapacidad de las democracias liberales para proteger a sus ciudadanos de la violación de sus derechos individuales, ha socavado su reputación en el interior y en el exterior.

En realidad, hay una quiebra de los grandes paradigmas que la sociedad occidental asegura proteger. El doble rasero es tolerado, asimilado, impulsado, siempre y cuando beneficie intereses protegidos, que no siempre visibles. En el fondo, admite la citada investigadora, está en cuestión un modelo de democracia liberal que no reacciona ante las amenazas que contradicen los valores que debe defender. Véase el caso de Egipto y los problemas para explicar el apoyo estadunidense al gobierno militar: la pésima gestión de los Hermanos Musulmanes, así como las tendencias sectarias que hicieron valer durante su gobierno, despertaron una oleada inmensa de protestas que, sin embargo, acabaron con un golpe de Estado militar, ahora apoyado por numerosos sectores liberales que al parecer esperaban que los uniformados les hicieran la tarea para, entonces sí, entrar en el reino final de la democracia. Pero ocurrió lo previsto, el ejército tomó el mando y se apoderó de la escena política a un costo aún incalculable. ¿Y qué dicen ante los hechos crudos y llanos los impulsores de la democracia como panacea? Para no contradecirse niegan que en Egipto se hubiera dado un golpe de Estado y se cruzan de brazos ante la represión contra los musulmanes. El imperio está cambiando, pero, ¿hacia dónde? ¿Cuál es el futuro de la democracia?

Fuente: La Jornada

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