Estado de excepción

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Por Javier Sicilia

En la última década, ante los crecientes índices de violencia, inseguridad, corrupción, miseria e injusticia, hemos creído que el Estado en México fracasó. De allí los adjetivos que solemos adjudicarle: fallido, delincuencial, narco-Estado, etcétera, pues como garante de la seguridad, la paz, la justicia y la armonía dejó de existir. Desde el punto de vista de la historia y de la arqueología del Estado, no. La razón del Estado moderno, dice Giorgio Agamben, es la excepción.

En una versión clásica, el estado de excepción se refiere, como su nombre lo indica, a una situación en la que el soberano suspende las garantías individuales para proteger el bien público, o en otras palabras, a un periodo en el que el Estado suspende temporalmente el orden jurídico por motivos de seguridad. El aeropuerto es una buena analogía: Entre el pasillo y la sala de espera hay un espacio estanco donde quienes van a ingresar a ella pierden, en nombre de la seguridad, cualquier derecho. Después de demostrar con dos documentos –el boleto y el pasaporte– la aceptación de esa circunstancia, el pasajero carece de cualquier garantía: se revisan sus pertenencias, se le catea, se le pasa por un detector de metales y puede –si la autoridad lo decide– ser interrogado e incluso detenido.

Esta realidad, que en los campos de concentración de los Estados totalitarios adquirió un carácter permanente, en México tiene una nueva articulación: La excepcionalidad, bajo la apariencia de que nuestras garantías no están suspendidas, se ha extendido a todos los ciudadanos. Se nos puede matar, secuestrar, torturar, desaparecer, desmembrar, detener, interrogar, encarcelar, sin que el Estado haga valer el orden jurídico. La excep­cionalidad se ha convertido así en un nuevo y extraño sustrato espacial en el que los ciudadanos conservamos en la ley nuestra condición de ciudadanos, pero en los hechos estamos reducidos a una vida sin orden jurídico.

A diferencia de lo que sucede en el Estado totalitario, donde en ciertos espacios –el campo de concentración– el sistema político ya no ordena formas de vida ni normas jurídicas, en el Estado “democrático” mexicano el sistema político las ordena, pero en los hechos no sólo carecen de operatividad, sino que dejan sitio, como en el campo de concentración, a cualquier forma de vida y a cualquier norma. Por eso Enrique Peña Nieto y su esposa pueden robar y corromperse sin que haya consecuencias. Por eso, frente a crímenes como los de Ayotzinapa, Tla­tlaya, Apatzingán y la colonia Narvarte de la Ciudad de México, ningún alto funcionario es llamado a cuentas ni investigado. Por eso El Chapo puede escapar y, con excepción de los chivos expiatorios o de los ejecutores directos –gente siempre prescindible en la lógica del poder–, el crimen organizado puede destruirnos y permanecer impune.

En el orden del Estado, los hombres y las mujeres del poder son, según la forma pitagórica del soberano, una ley viviente que no puede ser tocada porque en su fuerza radica el poder absoluto de decidir la excepcionalidad en función de un proyecto disfrazado de política. El de los Estados totalitarios era el de la raza o el proletariado; el nuestro, el del dinero. En nombre de él todo se vuelve posible, es decir, todo se vuelve excepción para el crecimiento económico que opera sobre una base de absoluta indiferencia entre derecho y hecho.

Así, lo que los ciudadanos vivimos como caos, ausencia de Estado, pérdida de gobernabilidad, es en realidad una presencia nueva del Estado. Tan fuerte y tan brutal como la de los Estados totalitarios. Sólo así podemos entender el cinismo con el que se comportan nuestros gobernantes y nuestras partidocracias frente al sufrimiento humano. Lo que caracteriza a nuestra democracia es que, en medio de los derechos y las libertades formales conquistadas, se encuentra también el cuerpo del ser humano como vida sagrada e intocable que al mismo tiempo está expuesta –de manera semejante a lo que sucedía en los totalitarismos del siglo XX– a vivir bajo un régimen de excepción en función de un proyecto, esta vez económico, cuyos objetivos son el consumo y el hedonismo.

Si los campos de concentración en los regímenes totalitarios eran, dice Hannah Arendt, “laboratorios para la experimentación del domino total, porque, siendo la naturaleza humana lo que es, este objetivo sólo puede alcanzarse en las condiciones extremas de un infierno construido por el hombre”, en nuestro régimen democrático se han convertido en una realidad total encubierta bajo el disfraz del derecho y las libertades. Dominados por el sueño del dinero y el consumo, el infierno se ha vuelto un asunto de administración estatal.

El Estado no ha muerto como creemos. Simplemente ha mutado a una forma nueva del totalitarismo que pone de manifiesto la crisis civilizatoria por la que atravesamos. Ella exige un nuevo pacto social y político donde el ser humano y no su dominio sea la medida de nuestras relaciones con todo, reclama la fundación de algo tan absolutamente nuevo como absolutamente tradicional: lo humano en sus límites y sus relaciones de solidaridad autónomas.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés; detener la guerra; liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la violencia; juzgar a gobernadores y funcionarios criminales; boicotear las elecciones, y devolverle su programa a Carmen Aristegui.

Fuente: Proceso

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